Estaban solos. Ella, Julia, sentada en una marquesita próxima a la chimenea, muy seria, muy pálida, con los ojos bajos, inmóvil y muda como una estatua; él, Ernesto, sentado a larga distancia de ella, mirándola y sin decir palabra.
Al fin él se decidió a hablar.
—Pero, ¿por qué estás triste?
—¿Y tú me lo preguntas?
No le contestó, y casi sin darse cuenta de lo que hacía cayó de rodillas y estuvo mirándola largo rato en silencio.
—¡Cuánto te amo!
Ella se extremeció al oírlo y lo rechazó suavemente.
—¡Quita! ¡Quita!
Y haciendo un poderoso esfuerzo de voluntad se puso en pie, y corrió a refugiarse al otro extremo de la habitación.
—No... nada de locuras. Es necesario que hablemos formalmente... Te digo que las cosas no pueden continuar así... Es preciso que tomemos una resolución.
Se aproximó nuevamente a Ernesto, y en voz baja, con acento de dolor, le hizo confesión de sus pesares.
Estaba decidida a terminar. Afortunadamente su marido no sospechaba nada. Pero ella era demasiado leal para continuar engañándole. Además vivía en una constante intranquilidad, no tenía un momento de sosiego, era muy desgraciada.
Y no encontrando palabras con que expresar su dolor, se echó a llorar convulsivamente, apoyando su cabeza sobre el pecho de Ernesto.
—Mira—añadió—yo no puedo vivir sin tí. ¡Ay, he hecho todo lo posible por olvidarte! Pero como las olas van a parar a la playa, todos mis pensamientos, fatal e inevitablemente, van a parar a tí. Es una obsesión, es una verdadera obsesión la que padezco. ¡Ay! La idea ha echado raíces tan hondas en mi cerebro, que no puedo arrancarla, por más esfuerzos que hago. ¿Que cumpla con mis deberes? ¡Pero si eso es lo que anhelo hacer; pero si eso es lo que no puedo hacer! ¡Yo quisiera morir heroicamente; yo quisiera sacrificarme en aras del honor!
Hizo una pausa. Se ahogaba. Y luego, desafiando a su amante con un ademán soberbio de dignidad, de soberana altivez:
—¡Pero te juro que he de salir vencedora de la contienda!
Entonces él la tendió los brazos.
— ¡Vida mía!
—¡No te acerques!—vibró en su acento la angustia de la derrota—¡digo que no te acerques!
Instintivamente retrocedió unos pasos, pero de nuevo volvió a aproximarse a su amante.
¡Oh, la atracción del abismo!
Entonces él la cogió en sus brazos.
—Pero escúchame... Sólo dos palabras. Yo no sé si sabré explicarme, pero procura tú entenderme... Estoy tan emocionado, que apenas si puedo hablar... He hecho examen de conciencia; mi pensamiento ha descendido hasta mi corazón, y vengo a confesarme a tí con las manos llenas de verdades. ¡Yo también lucho por olvidarte! ¡Pero juro que no puedo conseguirlo! ¡Ay, siento mi corazón abrasado por el incendio del amor eterno! ¡No me hables, por Dios, del deber! ¡La fe jurada, la constancia impuesta, los respetos sociales!... ¡Bah, convencionalismos que destruye la pasión! Sí, vida mía; el amor es como el mar cuando se desborda; lo arrasa todo, conveniencias, obligaciones, deberes... ¡todo!
Ella lo escuchaba en silencio, sin atreverse a interrumpirlo, y de pronto le echó los brazos al cuello.
—¡Tienes razón!
Y aún con dejos de angustia en la voz, añadió:
—He sido vencida... ¡Pero no abuses de tu victoria!
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