Han salido de Lugo diecisiete dementes, conducidos a la pena de reclusión perpetua en el manicomio de Valladolid. Ya en el tren, los reclusos, después de examinarse recelosos, hablaron entre si.
—Yo—dijo uno—según los médicos, estoy mal de la cabeza. Y no es verdad. Si gasto el dinero en francachelas es porque es mió. Buenos sudores me ha costado ganarlo allá en tierras de América. Pero mi mujer se quejó al juez de que la estaba arruinando. Y el juez mandó llamar a un médico para que me reconociera. Y el médico, a quien habia comprado mi mujer, me declaró loco. Y por eso me llevan al manicomio, por eso.
—Yo—dijo otro,—no estoy seguro de mi razón. Sorprendí a mi novia hablando ya muy de noche con un hombre y me fui a ella; él huyó cobardemente, abandonándola a mi ira, y me harté de darle golpes con la navaja. Vinieron los guardias y me detuvieron. Yo lloraba y reía a un mismo tiempo y daba gritos y quería matarme. Entonces me pusieron una camisa de fuerza. Y vino un hombre y sin siquiera mirarme me declaró loco. Y loco estoy y así he de estar hasta que me muera.
—Pues yo—siguió un tercero,—no sé por qué me llevaron al manicomio. Aseguro que en la vida no hice nada malo. Pero la gente del pueblo me tomó manía y dio en decir que estaba loco. ¡Lo que pueden las malas lenguas! Todo por cuestión de envidia. Porque saben que soy hermano del rey Felipe II.
—Por un motivo análogo—añadió un cuarto,—me llevan detenido a mí. También por cuestiones de envidia. Porque sepan ustedes, señores, que yo soy el emperador de Francia, ya fallecido a quien llamaban Napoleón I.
—Perdone usted. Napoleón I soy yo—replicó otro de los locos.
—Haya paz, señores, o esos hombres que nos guardan van a creer que, efectivamente, hemos perdido la razón.
Ajeno a estas disputas, uno de los alienados, con la cabeza oculta entre las manos, canturreaba dulcemente:
Ahí tienes mi corazón
si le quieres matar, puedes;
pero, como tú estás dentro,
si le matas, también mueres.
Otro de los locos gritaba exaltado:
—¡Digan ustedes lo que quieran, si ahora es día luego será de noche!
—¡Napoleón I soy yo!
—Bueno, no discutamos; entonces seré yo el sultán de Turquía.
Y el tren seguía su marcha camino de Valiadolid, conduciendo aquel triste convoy de enfermos.
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