Acababa de salir del baño, y de su cuerpo, todavía húmedo, exhalábanse emanaciones frescas.
Una dulce languidez, una deliciosa laxitud se había apoderado de sus miembros...
Dos esclavas negras, silenciosas como estatuas, la abanicaban suavemente...
Un largo bostezo prolongó la boca de Fatima.
—Me aburro.
De pronto se incorporó sobre el diván, y cogiendo entre sus manos uno de sus piececillos desnudos, lo acarició distraídamente con sus largos dedos, cuajados de brillante pedrería.
Luego se hizo coger en brazos por una de sus esclavas y mandó que la paseasen por el camarín.
Aquello la divirtió por algunos momentos. Montada sobre las robustas espaldas de la negra, la hincaba sus blancos y menudos pies en los costados, excitándola para que corriera.
Un ligero tinte rosado cubría sus mejillas, y de su boca entreabierta se escapaba fatigosa la respiración.
—¡Arre, caballo! ¡Hup! ¡Hup!
La esclava, enardecida por los gritos de su dueña, precipitaba su carrera, dando grandes saltos.
—¡Más aprisa! ¡Más aprisa!
Hubo un momento en que Fátima se creyó libre, corriendo a galope tendido sobre briosa yegua, camino de su patria.
Un suspiro de satisfacción se escapó de su boca.
La negra, entusiasmada con la alegría de Fátima y orgullosa por llevar sobre sus espaldas aquel cuerpo tibio, que se enlazaba al suyo dulcemente, con presión cariñosa, redobló sus saltos, relinchando de gozo como una bestia.
Por las ventanas abiertas, desde las que se divisaban los jardines del harén, entraba el aire fresco y perfumado de la mañana, alborotando la negra cabellera de la odalisca, desparramada sobre sus mórbidas espaldas.
Un nuevo y prolongado suspiro de satisfacción hinchó su pecho.
—¡Arre! ¡Arre!
Y hundió los rosados talones de sus blancos piececillos en el negro vientre de la esclava.
* * *
Cuando se cansó de pasear, mandó que le trajesen espejos de diversos tamaños para estudiar un vez más en ellos el desnudo de su hermoso cuerpo.
Quedó complacida del examen, verdaderamente satisfecha.
En seguida sus esclavas la perfumaron y la vistieron con un hermoso traje, compuesto de una sobrevesta de damasco rosa, recamada de oro, con mangas bullonadas, y anchos calzones del mismo color.
Un gorrillo de tisú rojo, echado hacia la sien izquierda, y unos zapatitos de terciopelo, de punta levantada, completaban su tocado.
Nuevamente se miró en los espejos que sostenían en sus negras manos las esclavas, y sonrió, envanecida por su belleza.
Después se puso a ensayar gestos y ademanes, a guiñar los ojos, a hacer graciosas muecas...
* * *
Pero también se cansó de este juego.
Un inmenso aburrimiento, un profundo hastío, se fue poco a poco apoderando de su ánimo.
No sabiendo qué hacer para distraerse, se tendió indolentemente en el diván, con las manos cruzadas detrás de la nuca, los ojos cerrados, en actitud de supremo fastidio...
Como recurso para ahuyentar su mal humor, tomó una taza de café de Siria, bebiéndola a pequeños tragos; fumó un narguilé, perfumado con agua de violetas; trituró entre sus blancos dientes unos cuantos granos de dorada almáciga, y por último, mascó con repugnancia, haciendo graciosos aspavientos con su pequeña boca, unos exquisitos confites, olientes a flores.
Pero nada lograba distraerla.
¡Ah! Y pensar que allá fuera cruzaban el Bósforo, en dirección a su patria, aquellos buques cuyos largos palos alcanzaba a divisar desde las ventanas de su dorada prisión, mientras ella se moría lentamente, a pedazos, encerrada entre cuatro paredes, prisionera de la lujuria de un apasionado turco.
—¡Si yo pudiese huir!
Un estremecimiento súbito sacudió su cuerpo, mientras sus ojos se fijaban desconfiados en las esclavas, que en pie delante de ella, la observaban atentamente, en espera de sus órdenes.
—No... eso no es posible.
En aquel momento apareció en la puerta un altísimo eunuco, envuelto en una amplia túnica, más blanca que el armiño.
—¡El señor!
Al oir esta palabra Fátima saltó alborozada del diván, batiendo alegremente las manos.
—¡Oh, Aláh lo envía!
Y se echó a reir como una loca.
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