El señor ministro, arrellanado en su amplio sillón, leía con cara de aburrimiento el extracto de la prensa: unas cuantas hojas de papel con recortes de periódicos pegados a lo largo.
De pronto se abrió la puerta principal del despacho, y asomó por ella la cabeza timida de uno de los porteros del ministerio.
—¿Da V. E. su permiso?
El grave personaje, sin interrumpir la lectura, hizo con la cabeza una ligera señal de asentimiento.
Entonces el portero se atrevió a franquear la puerta.
—Perdone V. E.
Y alargó al ministro una lujosa bandeja de plata, en la que se veía una tarjeta.
Su excelencia cogió con ademán aburrido la cartulina.
—¡Bah! Pues no sé quién es esta señora. En fin, que pase. Hoy me siento de buen humor... Quiero ser complaciente...
* * *
Iba vestida eon un sencillo traje negro, bastante usado ya. El ministro la miró fijamente y la invitó a que se sentara.
¡Ah, esta vez había caído en el lazo! Sí; aquella prójima tenía todas las trazas de una pedigüeña molesta.
La mujer tomó asiento, y se levantó el velo que cubría su cara.
—¿Pero no me conoces?
El ministro, al oirse tutear, se afirmó bien los quevedos a la nariz, para estudiar despacio la fisonomía de aquella señora.
—¡Cómo! ¿Pero es usted?... ¿Pero eres tú?...
La mujer se sonrió tristemente.
—Sí, la misma... pero con veinte años más.
El consejero responsable se echó a reir con toda la boca, muy satisfecho de aquella aventura.
—¡Pues, caramba, todavía estás muy hermosa!
Y se levantó para verla más de cerca.
—¡Yaya! ¡Muy hermosa!
¡Dios de Dios, lo que él había querido a aquella mujer! Al verla, le parecía que todo su pasado resucitaba y volvía a ser joven y fuerte. Sí; aquella mujer, tan olvidada ahora, había sido su primer amor, o, mejor dicho, el único amor de su vida. Y recordaba con emoción aquellos buenos tiempos, ya tan lejanos. La primera cita, el primer beso... ¡Todo el hermoso idilio! Entonces era ella lo que se llama una buena moza; alta, fuerte, bien modelada, y con una cara llena de salud y de gracia, que daba gusto verla. Terminaron, no se acordaba ya por qué motivo. Lo cierto es que a él comenzaba ya a apuntarle la ambición, y tenía en proyecto un matrimonio de conveniencia. Y la ruptura vino fatalmente. Ella, despechada, no tardó mucho tiempo en casarse con un empleadillo de mala muerte, y él, con la hija de un senador, hombre de gran influencia, que le hizo en seguida diputado.
El ministro, muy conmovido, recordando aquella historia de amores, se apoderó de una de las manos de su antigua novia.
Pero ella protestó.
—Ya sabes que estoy casada.
Entonces él, algo confuso, murmuró:
—Y yo también; se me olvidaba.
Y con voz patética, de orador pretencioso:
—Estamos separados por un abismo.
* * *
Fue aquella una conversación deliciosa. Parecía que ambos habían vuelto a los buenos tiempos de su juventud. Se hablaban en voz baja, como temerosos de que alguien los oyera, muy juntos el uno del otro, con las manos cogidas... Y así pasó una hora. Comenzaba a anochecer
El señor ministro miró de pronto el reloj.
—¡Diablo, las seis! ¡Me he fastidiado! Ya no puedo ir a la Cámara.
Entonces ella se levantó.
—Perdona... Me voy... No se te olvidará el nombre, ¿eh? Prudencio Rodríguez. ¡Pero, por Dios, no me lo mandes muy lejos! A pesar de que me ha hecho sufrir mucho, tengo lástima de él. ¡Ah! ¡Y pensar que contigo hubiera sido tan feliz!... ¡No, no puedo resignarme a soportar mi triste destino!...
Se llevó el pañuelo a los ojos y se dirigió a la puerta sollozando.
La despedida fue muy cariñosa, muy tierna.
—Sí, descuida... Prudencio Rodríguez. Mañana mismo.
* * *
Poco después, el señor ministro, algo inquieto, contemplaba su vieja fisonomía en el gran espejo de su despacho.
—Sí; estoy medianamente presentable, pero nada más que medianamente.
En seguida tocó el timbre y mandó llamar al subsecretario.
—Necesito una vacante en Ultramar de veinticuatro mil reales.
Y con su voz patética, de orador pretencioso:
—Sí, señores; sabed que he decidido reconciliarme con el pasado.
|