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Miguel Sawa

"El crimen de anoche"

(Amor)

Biografía de Miguel Sawa en Wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Song Without Words, Op. 19, No. 6
 
El crimen de anoche
 

«Tengo el honor de participar a V. E...»

De una sola ojeada se hizo cargo del texto del oficio.

—Bueno, enterado.

—«Mi buen amigo: el dador de la presente...»

—¡Otra recomendación! ¡Y van ciento!

Aquella mañana se había levantado S. E. con poquísimas ganas de trabajar.

—¿Quedan muchas aún?

El secretario dirigió una mirada elocuente por lo expresiva al enorme montón de papeles que, formando pirámide, se elevaba sobre una de las mesas del despacho.

—Unas pocas.

Y ambos continuaron en silencio su tarea, con el apresuramiento impaciente del que quiere acabar pronto.

—Bueno... una carta sin firma.

Y comenzó a leerla en alta voz, con la displicencia de un hombre aburrido:

—«Aunque es poco agradable el papel de lazarillo—llevar de la mano a un prójimo para que no se rompa las narices—me creo en el deber de advertirte...»

Interrumpió la lectura, y encarándose con su secretario:

—Retírese usted... ¡Pronto! No tengo más ganas de trabajar.

Cuando estuvo solo, leyó de nuevo aquel papel sin firma, y después dejó caer la cabeza sobre el pecho, anonadado, obseso por el dolor.

—¡Pero si no es posible!... ¡Si no puede ser cierto!... ¡La madre de mis hijos!... Y, sin embargo, este papel bien claro lo dice: «Todas las noches...—¡es indudable, dice todas las noches!—tu mujer...—¡ay Dios, mi mujer!—aprovechando tu ausencia, recibe la visita del marqués de***... Puedes, si quieres, comprobar la noticia.»

Automáticamente se puso en pie y estrujó el anónimo entre sus manos con rabiosa desesperación.

— ¡Pues la comprobaré, la comprobaré, y si la denuncia no es falsa!...

Hizo un paréntesis en sus reflexiones, y después, en alta voz, perdida la conciencia de la realidad, se interrogó a sí mismo:

—¿Pero quién firma esta carta?... Nadie. Es una carta sin firma. Un anónimo. ¿Y quién la ha escrito, quién ha podido escribirla?... ¡Pues cualquiera! Un valiente... de esos que tiran la piedra y esconden la mano. ¡Algún amigo, sin duda!

De repente se sintió aliviado.

—¿Quién hace caso de un anónimo?—Y suspiró con satisfacción.

—Soy un infame, un miserable... He dudado, más aún, he creído... ¡Pero si no merezco perdón de Dios!... ¡Sospechar, no, más que eso, dar fe a la calumnia!... ¡Soy digno de que la mentira se trocase en verdad, de que este papel—y lo estrujó rabioso entre sus manos— monstruoso cúmulo de falsedades, fuese reflejo fiel de los hechos!

Se puso en pie, convaleciente aún de la emoción sufrida, pero ya casi tranquilo.

—He estado loco, pero afortunadamente he vuelto a recobrar la razón... Destruyamos la calumnia... ¡Ay, si de igual modo pudiese destruir al calumniador!

Después de haber reducido el anónimo a fragmentos imperceptibles, tocó el timbre y mandó que enganchasen.

—¡A casa!—dijo al subir al coche.

***

Estaba tan emocionado que apenas si podía hablar.

—¡Clementina!

Y sin darse cuenta de lo que hacía, la cogió brutalmente por los brazos, la atrajo hacia sí, y le dijo, mirándola fijamente a los ojos:

—«Todas las noches, tu mujer...»

Ella, espantada, dio un grito, y entonces él, besándola en la frente—en aquella frente inmaculada, tan blanca y tan tersa—se echó a reir alegremente, disipadas por completo todas sus dudas.

—¿Pero te has asustado?

Y para tranquilizarla le dijo en el oído, con voz emocionada, estrechándola entre sus brazos.

—He venido solo para esto, para besarte... Me he escapado del ministerio, como un chiquillo travieso pudiera hacerlo de la escuela, porque tenía necesidad de verte... Ahora... me voy.

Ella se había calmado y sonreía.

—¡Vaya unas bromas que tienes!—Y con tono mimoso:—¿Vendrás muy tarde?

El mísero volvió a mirarla a los ojos y se estremeció.

—¿Por qué me lo preguntas?

Clementina bajó los ojos ruborizada.

—Porque esta noche pensaba no acostarme hasta que vinieras.

—¡Ah, vida mía! Lo más pronto posible, te lo prometo.

Sonó un beso.

—¡Hasta luego!

***

Salió del ministerio por una puerta excusada, sin ser visto de nadie.

Pensaba en la sorpresa que iba a proporcionar a su mujer y apresuraba el paso, ansioso de llegar cuanto antes a su casa.

—Hay luz en su alcoba. ¡Me espera!

De pronto recordó las palabras del anónimo: «Todas las noches, tu mujer...»

Se detuvo para tomar aliento, y después se dirigió cautelosamente, con el andar sigiloso del reptil, a las habitaciones de su esposa.

De un empujón abrió la puerta.

—¡Clementina!

Pero retrocedió estupefacto. Su mujer no estaba sola. Al lado de ella, de rodillas, había un hombre.

Los amantes, sorprendidos, se pusieron en pie.

Clementina, sin perder ni por un momento la serenidad, dió un salto y apagó la luz.

— ¡Miserables!

Y el desgraciado, con las manos extendidas, derribando a su paso los muebles, se lanzó furioso a la caza de la adúltera.

—¡Por fin!

La había agarrado por el cuello.

—¡Perdón!... ¡Perdón!...

Pero él, implacable, apretaba con fuerza y con ansia.

—¡No hay perdón para tí!

De repente, un grito semejante a un ronquido se escapó del pecho de Clementina, y el mísero sintió desplomarse en sus brazos aquel cuerpo querido, tantas veces acariciado por él...

Un sollozo de frenética angustia surgió de su boca, y se dejó caer al suelo horrorizado, estrechando convulsivamente entre sus brazos el cadáver de su mujer.

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