Puestos ya en pie se estrecharon las manos con fuerza nerviosa, y atontados por el dolor, sin poder hablar, cambiaron el último beso.
—¡No me olvides!
Ella se echó a llorar por única contestación.
—¡Como si eso fuera posible!
Y de pronto se separó de los brazos del mísero, corrió vacilante hacia la puerta, y sollozando, ahogada por la emoción:
—¡Adiós! ¡Tuya, soy tuya!...
La puerta se cerró de golpe, y la mujer desapareció.
Él entonces se echó a llorar. Sí, todo había acabado. ¡Ya no volvería a verla más!
El ruido que produjo la puerta al cerrarse sonaba insistentemente en sus oídos.
—¡Y, sin embargo, yo no puedo vivir sin ella!
De repente vinieron a su memoria todos los recuerdos de aquel amor. Se habían querido mucho, mucho... Y ahora, de improviso, se veían obligados a dejar de amarse, a huir el uno del otro. Y todo, ¿por qué?
¡Ah! porque ella no era libre; porque estaba casada. Una razón poderosa, sí, ¡Dios mío!; pero una de esas razones que no convencen, que no pueden convencer a ningún enamorado.
Su desgracia provenía de haberla conocido demasiado tarde.
Era, pues, una simple cuestión de tiempo, la causa de su desdicha.
Al llegar a este punto en sus reflexiones se apretó la cabeza con ambas manos, creyendo que iba a volverse loco.
—Además—continuó — al enamorarme de esa mujer, ¿acaso sabía yo que estuviese casada? ¡No! Pues entonces, ¿qué pecado es el mío, de qué delito soy responsable?
Y terminó su pensamiento con esta frase:
—¡Dios que la hizo tan hermosa!
Siguió largo rato amontonando ideas sobre ideas, examinando el proceso de su desgracia, hasta llegar a esta conclusión:
—¡La he perdido para siempre!
Sí, era inútil rebelarse en contra de la fatalidad. Estaban condenados a eterna separación.
Una tristeza infinita se había apoderado de su espíritu. Maquinalmente se puso en pie, y apoyó su frente, abrasada por la fiebre, en los cristales del balcón.
Era ya de noche. Aquel cielo negro aumentaba su angustia. Sintió miedo al verse tan solo.
De repente alzó la cabeza, y apretando los puños, completamente trastornado por el dolor, dirigió sus ojos amenazadores al cielo:
—¡Pero por qué la he conocido tan tarde! |