¿Usted sabe quién soy yo? Sí... cuando ha venido usted a verme... Usted querrá, como tantos otros, que le revele mi secreto. ¡Desgraciado! ¡Dios haga que ignore usted siempre cómo se fabrican las esmeraldas!
A pesar de mi aspecto vulgar, sepa usted que yo soy un ser extraordinario. Por eso me han traído aquí. A unos nos declaran genios, y a otros nos declaran locos. Yo debo de figurar, según los médicos, entre estos últimos. ¡Me es lo mismo! ¡Desprecio los juicios de la humanidad!
Sí; sepa usted, señor mío, que yo he llegado a apoderarme, uno por uno, de todos los secretos de la Naturaleza, que yo, como Dios, lo sé todo y algo más.
Debo de declararle a usted, que he llegado a ser lo que soy, gracias a una mujer. El amor es la gran fuerza de la vida. Un hombre enamorado lo puede todo. Si María me hubiese dicho:— «Quiero una estrella para colocármela en la frente como una diadema de luz,»—hubiera robado para ella el más brillante de los luceros.
Porque sus ojos me miraran con amor; porque su boca me sonriera alegre, yo me sentía capaz de todo. Por ella llegué a averiguar cómo se fabrican las esmeraldas.
Pero la pobre María se contentaba con poco; era una mujer sencilla, sin pretensiones... Alguna vez protestaba de nuestra pobreza. Entonces yo, para consolarla, la llevaba ante el espejo. Y ella, al verse tan bonita, se echaba a reír y lo olvidaba todo.
Pero una noche... Nos habíamos detenido ante la joyería de Urquiola. María, con la frente apoyada en el cristal del escaparate, para ver mejor, contemplaba con ojos de codicia, todas aquellas hermosas piedras de luz.
Yo la observaba intranquilo.
—¿Vámonos?
—No... todavía no... espera... un minuto más... no me canso de ver... ¡Dios mío, qué hermoso es todo esto!
Y en éxtasis de admiración, con voz que hacía temblar el deseo:
—Mira esa diadema de brillantes... ¡Cómo fulguraría sobre el negro de mis cabellos! ¡Por poseerlas, porque fueran mías, era capaz de arrancarme los ojos con mis propias manos!
Hablaba exaltada, apretándome el brazo con fuerza nerviosa.
—¡Oh, mira qué rubí! ¿Es una gota de sangre fresca? ¿Es un lucero al rojo? ¿Es una rosa que se petrificó al morir?... ¡Qué bien haría engarzado en uno de mis dedos!
—¡Oh, y esas perlas? Fíjate bien ¿Has visto en la vida nada más armónicamente bello? ¿Con qué compararlas? Nacidas en el fondo misterioso del mar, tienen el color transparente del agua. Dijérase que son a la vez sólidas y líquidas. ¡Qué bien estarían incrustadas en mis orejas!
Asustado de la vehemencia de sus palabras, traté de apartarla del escaparate.
— ¿Vámonos?
—¡No! ¡Te digo que esperes! ¡Oh, si pudiera, me las llevaría todas. Las robaría todas!
De pronto dió un grito.
—¡Oh, mira ese collar de esmeraldas!
Quedó como deslumbrada, fijos los ojos en la preciosa joya.
—¿Has visto qué luz, qué brillo, el de esas piedras? Como las pupilas e Minerva, tienen todos los matices del verde. ¡Qué bien harían sobre la torre de mi cuello!
Y con voz imperativa, clavando sus ojos en los míos:
—¡Necesito ese collar!
— Pero, ¿estás loca?
—¡Lo necesito! Tú verás lo que haces... Compralo, si puedes: róbalo si no... ¡Lo necesito! Si tú no me lo das, otro habrá que...
No la dejé terminar la frase.
—¿Pero qué dices? ¿Me amenazas?
— ¡El collar! ¡Necesito el collar!
Había tal energía en su voz y en su mirada, que le dije para calmarla:
—Lo tendrás, no sé como, pero lo tendrás.
Y entré decidido en la joyería.
— ¿El precio de esas esmeraldas?
— Seis mil pesetas.
¡Seis mil pesetas!... Me quedé aterrado. ¿Cómo podían valer aquellas míseras piedras tanto dinero?
—¿Con que dice usted que seis mil pesetas?—interrogué de nuevo al dependiente.
—Sí, señor: seis mil pesetas.
—Bueno; pues es mío el collar. Ya volveré por él... uno de estos días.
—Cuando usted quiera.
¡Seis mil pesetas!... ¿Pero, por qué las joyas han de ser más caras que las flores?
***
Desde aquella funesta noche, María, me negó implacable sus besos.
—¿Traes el collar?
—Mañana.
—iSí, mañana, lo mismo que hoy! —y reía con risa cruel.—Pues mira que se me va acabando la paciencia. ¡Si tú fueras otro hombre!... ¡Mañana!— y volvía a reír colérica.
Pensé en mi desesperación, que acaso no sería desatinado intentar la fabricación de esmeraldas. Leí todos cuantos libros de química hallé en la Biblioteca y solo pude averiguar que la esmeralda era una piedra de color verde, compuesta de silicato de alúmina— ¡mísera tierra arcillosa!—y de un óxido llamado glucina.
Pero, a pesar de cuantos ensayos hice, combinación de estas dos partes, la alúmina y la glucina, no me dieron por resultado el todo, o sea la esmeralda.
Y María seguía interrogándome implacable:
—¿Traes el collar?¿Traes el collar?
***
Una noche, era ya algo tarde, al pasar por la joyería de Urquiola, vi que en la tienda no había más que un dependiente.
Entré decidido.
—Ese collar de esmeraldas que está en el escaparate.
—¿El que vio usted la otra noche?
—Si.
—Ya sabe usted el precio: seis mil pesetas.
—Sí, ya lo sé: seis mil pesetas.
Cogió el collar, y me lo mostró sonriendo.
—¡Vaya unas piedras!
—Sí; muy hermosas.
Era la ocasión. Me arrojé sobre él, de improviso; le tapé la boca con una mano, para evitar que gritara, mientras con la otra le cogí por el cuello, apretándole con todas mis fuerzas.
Después le arranqué el collar, me lo guardé en el bolsillo y eché a correr.
***
Aquella noche, como toúas las noches, María me esperaba impaciente.
—¿Traes el collar?
—Si; aqui lo tienes.
—¡Oh, amor mío!
Y me besaba y me mordía frenética.
—Colócamelo sobre la torre de
mi cuello.
Llamaron a la puerta.
María me miró asustada.
—¿Quién podrá ser?
—¡La policía!... ¡Vienen por mi! ¡He asesinado al joyero para robarle!
—¿Tú?... ¡La policía!... ¿Y se llevarán
mi collar?...
Quise abogaría como al otro. Pero
huyó. ¡No hay monstruo semejante a la muje! Huyó, llevándose el
collar.
***
¡Desgraciado!... ¡Ya sabe usted el
secreto para fabricar esmeraldas! |