Mandó parar el primer coche que se encontró al paso. Tenía miedo de que la conocieran su falta, de que le saliera a la cara su vergüenza.
No podía explicar lo que sentía: un malestar muy grande, repugnancia de sí misma, asco de su propia carne...
Sí; debía llevar impresa en su cuerpo, en todo su cuerpo, la mancha del delito, la prueba del contacto infame con aquel hombre.
Y necesitaba de toda el agua purificadera del Jordán para limpiar su cuerpo de la suciedad del pecado, y dejar de sentir aquella repugnancia que experimentaba hacia sí misma.
¿Cómo pudo caer en brazos de aquel hombre? No se lo explicaba. Fue sin duda en un momento de inconsciencia, de locura, y tenía, por tanto, derecho a que se la juzgase irresponsable.
No; ella declaraba que aquel vencimiento de su carne, no había sido autorizado por su voluntad. Había perdido la razón, se había vuelto loca. Nadie que fuese verdaderamente justo, podía declararla culpable.
¿No estiman los hombres de justicia que la embriaguez es una causa atenuante del delito? Pues bien; ella había experimentado al contacto con aquel hombre una extraña perturbación, la embriaguez de sus sentidos... la locura de toda su carne...
Había pecado a pesar suyo, sin darse cuenta de lo que hacía, fatal e inevitablemente.
Pero estas reflexiones, en vez de tranquilizarla, aumentaron su inquietud.
¡No! No había agua en todo el mundo capaz de purificarla. Estaba deshonrada, estaba perdida...
Al formular como resultando de aquel proceso que venía elaborándose en su cerebro aquella tremenda conclusión, se echó a llorar como una loca.
Lloró mucho y mucho tiempo, con dolor verdadero, como se llora cuando se padece.
Y aquellas lágrimas parecían disipar su dolor, e iban tranquilizándola poco a poco.
Ya no sentía repugnancia de sí misma. Las lágrimas de su arrepentimiento habían borrado las manchas de su culpa.
Y maquinalmente, sin darse cuenta de lo que hacía, cayó de rodillas en el coche, juntó las manos como en señal de oración, y en voz alta, perdida la conciencia de la realidad:
—¡Gracias, Dios mío, por haber concedido a todo pecador un Jordán en que lavar sus culpas! |