«No tengo valor para hablarte y apenas si lo tengo para escribirte... Soy un cobarde a quien las circunstancias obligan al heroísmo. ¡Compadéceme!»
Y después de este enigmático prefacio, la noticia de su casamiento, seguida de una de esas historias hábilmente escritas, con que los hombres de imaginación tratan de engañar a la gente sencilla. Luego, disculpas, satisfacciones, excusas... ¡Un amontonamiento de palabras para justificar lo injustificable!
Se puso en pie y estrujó rabiosamente, con mano trémula, aquel papel en el que había estampado el ingrato las palabras reveladoras de su infamia.
—¡Miserable!
Maquinalmente se llevó las manos a la cabeza. Se sentía atontada. La lectura de aquella carta le había producido el mismo efecto que si le hubiesen dado un mazazo en el cráneo.
No podía pensar.
Pero poco a poco fue cediendo su aturdimiento, y recordó, palabra por palabra, con pasmosa fidelidad, toda la carta de su amante.
Se echó a llorar, primero convulsivamente, con sollozos y gritos desgarradores, y después, ya más calmado su dolor, silenciosamente, con tantas lágrimas como suspiros.
Pasado el violento acceso pasional, ya en posesión completa y absoluta de todos sus sentidos, se erigió en juez de su causa, y formuló fríamente este apostrofe, solemne como una sentencia:
—¡Miserable!
E inspirada por sentimientos de indignación más que de cólera, estrujó de nuevo el papel entre sus manos, encogióse de hombros despreciativamente, y lo arrojó a la chimenea con ademán de asco y de desdén:
—¡No merece sino mi desprecio!
Y miró satisfecha cómo el fuego reducía a cenizas la carta.
—¡Así! ¡Muy bien!
Después se sintió completamente tranquila.
—Nada más absurdo que el dolor... A mi edad, el cerebro debe dominar al corazón. Reflexionemos... El problema es éste. ¿Puedo yo olvidar a ese hombre?
No titubeó un momento en contestar. ¡Ay! el odio no se produce con tanta facilidad como el amor,
—¡No, y no!
Entonces pensó con temor en el porvenir, y olvidó el presente.
—¿Qué va a ser de mí?
Se hizo esta pregunta con verdadera angustia, y guardó silencio por algunos minutos, sin saber qué responderse.
—¿Mi marido? No... Hay faltas que no se pueden, que no se deben perdonar... ¿Una reconciliación? ¡Imposible!
Se apretó la frente con la desesperación del que busca una idea y no la encuentra, y escudriñó largo rato en su cerebro, con heroica tenacidad, buscando en vano la solución del problema.
—Entonces... ¿quién?
Hizo otra pausa.
— ¡Nadie!
Cuando arrancó de su cabeza aquella desconsoladora verdad, sintió flaquear su espíritu al par de su cuerpo; instintivamente se apoyó en un mueble para no caer al suelo, y miró con angustia alrededor suyo, buscando afanosamente alguien a quien implorar amparo y ayuda, y al verse sola, completamente sola, lanzó un grito de cólera y de desesperación.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
Después elevó los brazos en actitud de amenaza, y cayó pesadamente al suelo, derribada por el dolor y la rabia.
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