Fray Damián Cornejo, fue un siervo de Dios lucido, apicarado y mujeriego; de aquella casta del jocundo Arcipreste, que hacían de la vida no un campo de penitencias, sino una deleitosa antesala para esperar el momento de llegar a la otra en que dicen que nos espera el Señor con toda su cohorte de serafines y Estado Mayor de bienaventurados.
Floreció su paternidad en el último tercio del siglo XVII, cuando toda la España de Carlos II era nubarrones de tinieblas y no se advertían más consuelos de luz que el resplandor de las hogueras del Santo Oficio. Fray Damián no fue de aquellos clerizontes hoscos, ceñudos y espantadores de demonios; antes era alegre, ingenioso y en lugar de sacar diablos solía meter ángeles en los garridos cuerpos de las devotas bizarras. Como al mismo tiempo que gran epicuro bajo la religión de Cristo era intrigante y tenía clarísimo talento, llegó a sentarse en la silla episcopal de Orense, en cuya iglesia mayor reposan sus restos, venerados por las gentes durante dos siglos, como si fueran los del más santo y ejemplar varón que tuvo aquella diócesis.
Fray Damián solía buscar las deleitosas aventuras del pecado carnal con aquella socarronería y sentado reposo de la gente frailesca, dejando pasar ante sí la fruta femenina y echando la mano a la que está más en sazón. Aquel confesionario de la Catedral de Orense era el mejor puesto de caza con que podía soñar la rijosidad del buen tonsurado. Luego de logrado un regalillo carnal solía digerirle en verso, como hacía Baltasar del Alcázar con sus copiosos yantares.
Yo me imagino a Su Ilustrísima arrellenado en su cámara episcopal, reposando de la batalla con una opulenta feligresa de aquellos campos galaicos, cari redonda, alta y mullida de pechos, opulenta de flancos como yegua normanda; y medio dormido por la fatiga del embite, con las manos cruzadas sobre el episcopal abdomen, hilvanar, mientras gira los
pulgares, aquel soneto, que es teología de su religión carnal:
«Lo más bello y más apetecido, lo más culto y menos ignorado, aquello a que el deseo aspira osado e invisible es gozándolo el sentido; aquel coral, aquel rubí partido, aquel no sé qué hermoso imaginado, aquello que a la fuerza contrastado a sangre rompe el gusto más rendido; por lo que muere el hombre y nace el hombre, lo que trueca las ansias en placeres, por quien pierde la fama su renombre; que imitando a la Luna, si lo infieres, tiene meses y días; sin que asombre el paréntesis es de las mujeres.
Cuando no disfrutaba de tanta jerarquía y sólo era padre grave en su monasterio, solía gustar de perderse por las calles y el mercado de la recoleta ciudad a la busca de buenas piezas de saya corta o de manto rebozado, y a bien que había de tener e! padre buen anzuelo, pues es fama que se le rendían pocas. Así lo dejó asentado en aquel otro soneto, sin duda el mejor y más conocido de todos sus donaires picarescos.
«Esta mañana y en Dios y enhorabuena salí de casa y víneme al mercado; vi un ojo negro, al parecer rasgado, blanca la frente y rubia la melena. Llegué y le dije: «Gloria de mi pena, muerto me tiene vivo tu cuidado; vuélveme el alma, pues me la has robado con ese encanto de áspid o sirena.
Pasó, pasé, miró, miré, vio, vila, dio muestras de querer, hice otro tanto; guiñó, guiñé, tosió, tosí, seguila; fuese a su casa y sin quitarse el manto, alzó, llegué, toqué, besé, cubríla, dejé el dinero y fuíme como un santo...»
Publicado en “Flirt" Madrid en 1922 |