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San Agustín

"Confesiones"

Libro 7

Capítulo 17

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Confesiones

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CAPÍTULO 17

De las cosas que nos impiden el conocer a Dios

 

23. Yo mismo me admiraba de que tan pronto hubiese podido amaros, en lugar de aquel fantasma que amaba antes teniéndole por Dios. Y no me detenía a gozar de aquel dios obra mía, sino que era arrebatado a Vos, con el poderoso atractivo de vuestra hermosura, pero luego era apartado de Vos por el peso y gravedad de mi miseria, y venía a caer gimiendo en estas cosas terrenas; este peso que así me precipitaba no era otra cosa sino la costumbre de seguir la carne y sangre. No obstante, os tenía presente en mi memoria, sin dudar de modo alguno que había y existía un sumo Bien, con quien debía unirme y estrecharme, al mismo tiempo que conocía que aún no estaba capaz de conseguirlo, porque este cuerpo corruptible comunica en cierto modo su pesadez al alma, por cuanto esta habitación terrena en que ella vive y obra, oprime y abate hacia lo terreno la potencia intelectiva, ocupándola con grande variedad de pensamientos. Estaba certísimo de que vuestras perfecciones y atributos, invisibles desde el principio del mundo, se descubren y manifiestan al entendimiento humano por medio de estas criaturas visibles que habéis hecho, por las cuales hasta se descubre vuestra sempiterna virtud y omnipotencia, y vuestra divinidad.

Porque indagando cuál era el principio y causa de que yo aprobase la hermosura de los cuerpos, ya sean los celestiales, ya los terrenos, y cuál era la regla por donde me guiaba cuando hacía un juicio recto y cabal de las cosas mudables, y decía: Esto está como debe ser, aquello no lo está, indagando, pues, cuál era la regla que me guiaba para formar aquel juicio, cuando juzgaba de aquel modo tan cabal y recto, hallé que el principio de juzgar con aquel acierto era la inconmutable y verdadera eternidad de la Verdad, que estaba sobre mi mente mudable.

Fui subiendo de grado en grado desde la consideración de los cuerpos a la del alma, que siente mediante el cuerpo; y desde ésta a su potencia o facultad interior, a la cual los sentidos corporales avisan y participan las cosas exteriores y todas aquellas percepciones hasta donde pueden llegar los irracionales; desde aquí fui subiendo todavía a la facultad o potencia intelectiva, a la cual se presenta lo que han suministrado los sentidos corporales para que haga juicio de ello. Ésta, hallándose también mudable en mí, se levantó algo más para entender del modo que le es propio, apartó su pensamiento del modo con que acostumbra entender las demás cosas, desviándose de la multitud de fantasmas que se le oponían y estorbaban para llegar a saber qué luz era la que la alumbraba, cuando con toda certeza, y sin quedarle la menor duda, decía y vociferaba que el bien inconmutable se debe anteponer a todo lo mudable. ¿Y de dónde le venía la idea que tenía del mismo Ser inconmutable? Pues si de algún modo no le conociera, absolutamente sería imposible que con tanta certidumbre le antepusiese todo lo mudable. Llegó hasta lo que por sí mismo tiene ser, pero tan repentina y pasajeramente, como lo que se ve en un solo abrir y cerrar de ojos.

Entonces por medio de las cosas visibles que Vos habéis creado, vi con mi entendimiento vuestras perfecciones invisibles, pero no pude fijar en ellas mi atención, antes bien, deslumbrada la flaqueza de mi vista, y vuelto a mis acostumbrados modos de conocer y pensar, no llevaba conmigo sino la memoria, enamorada de lo que había descubierto y deseosa de aquel manjar delicioso cuya fragancia había percibido, pero que todavía no podía poseerlo ni gustarlo.

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