Capítulo 7
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Biografía de San Agustín en Wikipedia | |
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Confesiones |
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CAPÍTULO 7 |
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De las graves penas que le causaba a Agustín el averiguar la causa y principio del mal |
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11. Ya Vos, Señor, me habíais librado de aquellas cadenas, cuando me ocupaba en buscar el origen del mal y no hallaba salida a mis dificultades. Pero no permitíais Vos que por más olas de varios pensamientos que me combatiesen, fuesen poderosas para apartarme de aquella fe con que creía vuestra existencia, y que sois una sustancia inconmutable; creía la providencia con que tenéis cuidado de los hombres y los juzgáis, y que en Jesucristo vuestro Hijo y Señor nuestro, y en las Santas Escrituras, que aprueba y recomienda la autoridad de vuestra Iglesia católica, habíais dispuesto a los hombres el camino de la salud por donde han de llegar a conseguir aquella vida dichosa que ha de haber después de nuestra muerte. Salvas estas verdades y fijadas en mi alma inalterablemente, buscaba con ansia cuál sea el principio y origen que tiene el mal. ¡Y qué tormentos y dolores como de parto sufrió mi corazón para salir de esta duda, y qué gemidos le costó, Dios mío! Vos lo estabais oyendo sin saberlo yo. Cuando en el mayor silencio buscaba esta causa del mal con más fino ahínco, aquel silencioso tormento que deshacía mi corazón era una voz muy grande que llegaba a vuestra misericordia. Sólo Vos, y no hombre alguno, sabíais lo que yo estaba padeciendo. Porque de estas ansias mías, ¿cuánto era lo que por mi boca venía a descubrirse a mis amigos más íntimos y familiares? ¿Por ventura llegaba a sus oídos todo aquel gran tumulto de mi alma, para cuya explicación no había tiempo ni lengua que bastase? Pero todo llegaba a vuestros oídos, y lo que gimiendo bramaba mi corazón, y todos mis deseos os eran muy patentes, pero la luz que había de aclarar mis ojos me faltaba, porque ella estaba dentro de mi alma y no andaba por fuera. Ni ella ocupa algún lugar; y yo la buscaba entre aquellas cosas que le ocupan, y así no hallaba lugar alguno para mi descanso; ni estas cosas corpóreas me detenían tanto, que pudiese decir: Estoy bien, esto me basta, ni dejaban que me apartase de ellas para volver adonde me fuese bastantemente bien. Porque yo era superior a todas estas cosas, aunque inferior a Vos, y sólo Vos pudierais ser mi verdadero gozo, si yo estuviera sujeto y subordinado a Vos, que las cosas inferiores que criasteis, las sujetasteis a mí. Y éste era aquel igual y bien regalado temperamento que yo había de haber tenido en mis acciones y la región media que convenía a mi salud para permanecer como hecho a imagen vuestra, por manera que perseverando en serviros y obedeceros a Vos, dominase yo a mi cuerpo y él me obedeciese a mí. Pero en castigo del pecado con que me sublevé contra Vos soberbiamente y os hice guerra, corriendo contra mi legítimo Señor, escudado solamente de mi orgullo y osadía, todas las criaturas que me eran inferiores se habían levantado también contra mí y se habían puesto sobre mí, oprimiéndome tan fuerte y pesadamente, que por parte ninguna me permitían algún desahogo, ni tomar aliento. Si abría los ojos, no descubría por todas partes sino esas mismas criaturas, que amontonadas y de tropel se entraban por mis ojos; si me ponía a examinar y pensar lo que había visto, no se me presentaban a la imaginación y al pensamiento sino imágenes corpóreas; y si quería retirarme y apartarme de ellas, se me volvían a poner delante, como si me dijeran: ¿Adónde piensas ir, indigno y sucio? Estos sentimientos provenían de mis llagas, con las cuales Vos quisisteis humillar al soberbio, poniéndole como a un hombre todo llagado; creciendo la hinchazón de mi soberbia, me separaba de Vos, y llegó la inflamación a apoderarse tanto de mi rostro, que ya me tenía con los ojos cerrados. |
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