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San Agustín

"Confesiones"

Libro 7

Capítulo 3

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Confesiones

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CAPÍTULO 3

Que el libre albedrío es la causa del pecado

 

4. Pero aunque yo confesaba y creía firmemente que Vos, mi Señor y verdadero Dios, sois incorruptible, invariable y por todas partes ajeno de mutabilidad y alteración, y que criasteis no solamente nuestras almas, sino también los cuerpos y generalmente todas las criaturas, todavía no entendía yo bien claramente cuál es la causa del mal o de lo malo; eso sí, conocía que cualquiera que ella fuese, debía buscarla de tal modo, que no me viese precisado por ella a creer que Vos, Dios y Señor inconmutable, erais capaz de alguna mudanza o variedad, para no hacerme yo malo a mí mismo, al indagar la causa de lo malo. Así la buscaba tan seguro de no dar en aquel desvarío, como estaba convencido y certificado de que no era verdad la doctrina de los maniqueos, que huía y detestaba con todo mi corazón, porque veía claramente que buscando ellos la causa y origen del mal, estaban llenos de maldad tan excesiva, que antes creían que vuestra naturaleza y sustancia malamente padecía, que el que la suya obrara malamente.

5. Yo me esforzaba cuanto podía para entender lo que había oído decir, esto es, que el libre albedrío de nuestra voluntad era la causa del mal que obrábamos y la rectitud de vuestro juicio la causa del mal que padecíamos; pero yo no podía entender esto clara y distintamente. Y así procurando sacar la atención de mi entendimiento de estas profundas tinieblas, volvía a sumergirme en ellas otra vez, y esforzándome repetidas veces a lo mismo, me hundía del mismo modo otras tantas veces.

Me levantaba algún poco hacia vuestra luz el saber yo con tanta certeza que tenía mi voluntad propia, como estaba cierto de que tenía vida. Así cuando quería o no quería algo, estaba certísimo de que yo mismo, y no otro, era el que quería o no quería aquello, y ya casi conocía que allí estaba la causa y principio de mi pecado.

También veía que hacer yo alguna cosa forzado y contra mi voluntad más era padecer que hacer, y esto juzgaba que no era culpa, sino pena, con la cual confesaba ser justamente castigado de Vos, a quien reconocía siempre como justo.

Mas otras veces decía: «¿Quién es el que me ha hecho? ¿Por ventura no es mi Dios, que no solamente es bueno, sino la misma bondad? Pues ¿de dónde me ha venido a mí el querer desordenadamente unas cosas y ordenadamente no querer otras, por manera que esta repugnancia fuese justa pena de aquella voluntad injusta? ¿Quién puso en mí este veneno? ¿Quién injirió en mi alma esta raíz de amargura, habiendo sido yo todo y totalmente hecho por mi dulcísimo Dios? Si el diablo es el autor de este mal, ¿quién fue el que le hizo a él? Porque si él mismo por su mala y perversa voluntad, de buen ángel que era, se hizo y se mudó en demonio, ¿de dónde le vino a él esa mala voluntad con la cual se hizo demonio, supuesto que todo él fue criado bueno por el Hacedor de todas las cosas, que es infinitamente bueno?»

Con estos pensamientos volvía otra vez a sumergirme en mis tinieblas y ahogarme entre mis dudas; pero no me llevaban tan a lo hondo, que llegase a lo profundo del error de los maniqueos, donde ninguno confiesa Vuestra bondad infinita, cuando antes juzgan que Vos estáis sujeto a padecer males que el que los hagan los hombres.

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