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San Agustín

"Confesiones"

Libro 6

Capítulo 12

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Confesiones

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CAPÍTULO 12

Disputa de Agustín con Alipio acerca del matrimonio y del celibato o vida de solteros

 

21. Alipio me impedía el que me casase, alegando que era absolutamente imposible, si me casaba, que viviésemos los dos juntos y dedicados quieta y seguramente al amor y estudio de la sabiduría, como había mucho tiempo que deseábamos. Porque él aun en aquella edad era castísimo, y tanto que causaba admiración, pues aunque a la entrada de su juventud comenzó a experimentar el vicio opuesto, en lugar de atollarse en aquel lodo, quedó muy arrepentido y despreció de tal suerte los deleites de la sensualidad, que desde entonces vivía con muy grande continencia.

Mas yo le contradecía, oponiendo contra su sentencia los ejemplos de aquéllos que siendo casados habían continuado el estudio de la sabiduría, habían servido a Dios y conservado y amado fielmente a sus amigos. Pero a la verdad, estaba yo muy lejos de la grandeza de ánimo de aquéllos que citaba: atado a la dolencia de mi carne con el mortífero deleite que me tenía esclavizado, arrastraba mi cadena temiendo ser desatado de ella; y al modo que una llaga se estremece sólo con que la toque la mano que va a curarla, así desechaba yo los buenos consejos y palabras de Alipio, que eran como la mano que me iba a desatar de mi cadena. Además de eso, la serpiente infernal se valía de mi boca para hablar a Alipio; por medio de mi lengua tejía dulces lazas y los esparcía en el camino de su vida, para que se enredasen en ellos aquellos pies tan libres como honestos.

22. Porque admirándose Alipio de que un hombre como yo, a quien él tenía en gran concepto, estuviese tan preso con la liga de aquel deleite, que siempre que hablábamos de esto, le decía que de ningún modo me era posible el vivir sin casarme, y viendo también que yo me defendía al mismo tiempo que él se admiraba diciéndole que había mucha diferencia entre lo que él había experimentado muy ligera y furtivamente (de lo cual apenas ya se acordaba y por eso podía despreciarlo fácilmente y sin trabajo alguno), y los deleites de mi larga costumbre, que se cohonestaron con el nombre del matrimonio, no tendría razón de maravillarse de que yo me hallase imposibilitado de mirar aquella vida con desprecio; comenzaba ya él también a desear casarse, no vencido ni por asomo de aquel deleite, sino únicamente movido de la curiosidad. Porque decía que solamente deseaba saber qué delicias venían a ser las de aquel estado sin las cuales mi vida, que él amaba tanto, no me parecía vida, sino tormento. Y es que su ánimo, como estaba libre de aquella prisión, se espantaba de la esclavitud del mío y admirándose de ella caminaba por el deseo de experimentarla, hasta llegar a la experiencia misma, para caer acaso en la misma esclavitud que en mí admiraba, porque esto sería contratar con la muerte, pues quien ama el peligro caerá en él.

Ni a él ni a mí nos movía mucho al estado conyugal lo que hace decoroso y recomendable el matrimonio, como es la buena dirección de una familia y la procreación de los hijos, sino que lo que a mí me llevaba principalmente y con vehemencia era la costumbre de saciar la insaciable concupiscencia que me tenía cautivo y me atormentaba, y al otro la admiración era lo que le traía a ser cautivo.

En este estado nos hallábamos, Señor, hasta que Vos, que siendo infinitamente excelso, no desamparáis a los que hicisteis del lodo, teniendo misericordia de nuestras miserias, nos socorristeis por unos medios y modos maravillosos y ocultos.

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