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San Agustín

"Confesiones"

Libro 6

Capítulo 8

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Confesiones

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CAPÍTULO 8

Cómo Alipio se aficionó a la loca diversión del juego de los gladiadores, que él mismo aborrecía antes

 

13. Continuando Alipio la carrera regular de los estudios, que sus padres le habían encargado mucho que siguiese, antes que yo se fue a Roma, para aprender allí el derecho, donde se dejó arrebatar increíblemente de una extraordinaria afición y ansia de asistir al espectáculo de los gladiadores. Porque siendo así que él aborrecía tales espectáculos y le horrorizaban, encontrándose un día de los que estaban dedicados a tan crueles como funestos juegos con unos amigos y condiscípulos suyos, que venían de comer, con una amigable y familiar violencia le llevaron al anfiteatro, no obstante que él lo rehusó y resistió fuertemente, y que les iba diciendo: Aunque a mi cuerpo le llevéis por fuerza a ese lugar y le coloquéis en él, ¿por ventura podréis obligar a mis ojos ni a mi alma a que atienda y mire tan bárbaros espectáculos? Por lo cual yo estaré allí como si no estuviera, y de este modo triunfaré de vosotros y de tales espectáculos. Mas ellos, aunque oyeron esto, no desistieron de su empresa y le llevaron consigo, acaso deseando experimentar si podía cumplir lo que había dicho.

Habiendo llegado allá y tomado los asientos que pudieron, en todo aquel gran concurso no se veía otra cosa que deleites crudelísimos. Cerrando Alipio las puertas de sus ojos, estorbó que su alma saliese a ver tantos males, ¡y ojalá que también hubiese cerrado enteramente los oídos! Porque en un lance de aquella lucha fue tan grande el clamor de todo el pueblo, que movido fuertemente de aquellas voces y vencido de la curiosidad (pareciéndole que estaba prevenido interiormente para despreciarlo, fuese ello lo que fuese, y quedar victorioso), abrió los ojos y recibió mayor herida en su alma que el otro a quien deseaba ver había recibido en el cuerpo. Así cayó él más lastimosa y miserablemente que el otro a quien quiso ver, cuya caída ocasionó aquella gritería, que entrándole por los oídos, le hizo abrir los ojos, para que su ánimo, que entonces era aún más presuntuoso que fuerte, fuese herido y derribado, y conociese que tanto era más flaco, cuanto más había presumido de sí mismo, debiendo solamente confiar en Vos. Porque luego que vio la sangre derramada, bebió también por los ojos la crueldad, pues no los apartó de aquel espectáculo, antes fijó en él la vista, y embebido en aquel furor, sin advertirlo se iba deleitando en la maldad de la pelea y embriagándose con tan sangriento deleite.

Ya no era verdaderamente el mismo que había venido, sino uno de los muchos que allí estaban y con quienes se había mezclado, y verdadero compañero de aquéllos que por fuerza le habían atraído. Pero ¿qué hay que decir más? Vio, clamó, se enardeció y de allí llevó consigo la loca afición que le estimulase a volver, no sólo igualando en esta afición a los otros que le habían llevado a él, sino aventajándose a ellos y llevando también a otros.

Pero Vos, Señor, con vuestra mano omnipotente y misericordiosa le sacasteis también de aquel abismo y le enseñasteis a que no presumiese ni confiase de sí mismo, sino de Vos solamente, aunque esto fue mucho después.

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