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San Agustín

"Confesiones"

Libro 4

Capítulo 16

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Confesiones

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Capítulo 16

Cómo entendió por sí mismo las categorías o predicamentos de Aristóteles, y los libros de las artes liberales

 

28. ¿Y de qué me servía que teniendo veinte años no cabales y viniendo a mis manos aquella obra de Aristóteles intitulada Las diez categorías o predicamentos (obra que el maestro de retórica que yo tuve en Cartago, y otros tenidos por doctos, citaban y alegraban con un tono enfático y misterioso, haciéndome con esto suspirar por dicha obra, como por una cosa muy excelente y divina), la leí yo a mis solas y la entendí perfectamente por mí mismo? Y habiendo  conferenciado con otros, que apenas habían podido entender dichas categorías, como ellos confesaban, no obstante que se las habían explicado maestros muy eruditos, ya de palabra, ya por medio de muchas figuras y descripciones que para explicárselas hacían en la arena, nada me pudieron añadir de nuevo sobre lo que yo por mí mismo había comprendido solamente con leerlas.

Y a la verdad, me parecieron bastante claras dichas categorías, que se reducen a tratar de las sustancias, cómo es el hombre, y de las cosas que en ellas se contienen, cómo es la figura del hombre, qué cualidades tenga, cuánta sea su estatura y cuántos pies tenga de alto, cuál sea su linaje y de quién sea hermano, en qué lugar esté, cuándo nació, si está en pie o sentado, si calzado o armado, si hace algo o si padece, y generalmente todo lo que se comprende en estos nueve géneros o predicamentos de lo que he puesto algunas cosas por modo de ejemplo, y también en el primer género de la sustancia, donde son innumerables las cosas que se contienen.

29. Pues ¿de qué me aprovechaba esto, cuando verdaderamente me dañaba? Porque juzgando yo que todo cuanto existe y tiene ser debía estar comprendido necesariamente en aquellos diez predicamentos, también a Vos, Dios mío, que sois infinitamente simplicísimo e inconmutable, os quería comprender en ellos y procuraba entenderos de tal modo, como si fuerais Vos el sujeto en que se sustentaba vuestra grandeza y vuestra hermosura, y éstas estuviesen en Vos como en sujeto, al modo que están en el cuerpo, siendo Vos mismo vuestra grandeza y vuestra hermosura; lo que no sucede en el cuerpo, que no es grande ni hermoso en cuanto es cuerpo, pues aunque fuera menos grande y menos hermoso, no por eso dejaría de ser cuerpo.

Así lo que yo imaginaba de Vos, todo era falsedad: ficciones eran de mi miseria, no verdades sólidas y correspondientes a vuestra suma felicidad. Se vio cumplido en mí lo que Vos habíais mandado, diciendo que la tierra produjese para mí cardos y espinas, y que no pudiese llegar a recibir y tomar mi propio sustento sino a costa de sudor y trabajo.

30. ¿Y de qué me servía tampoco que leyese y entendiese por mí mismo, y sin necesitar de maestro que me los explicasen, todos los libros de las artes que llaman liberales, cuantos pude haber a las manos, si me hallaba entonces delincuente esclavo de mis desordenados apetitos, y aunque me deleitaba en aquellos libros, ignoraba de dónde provenía todo lo que tenían de verdadero y cierto? Porque yo tenía las espaldas vueltas a la luz y el rostro a las cosas donde la misma luz reverberaba, y así mi rostro, que miraba los objetos iluminados, se quedaba sin ser iluminado él mismo.

Bien sabéis, Señor, Dios mío, que sin dificultad y sin que hombre alguno me enseñase, entendí cuanto andaba escrito de retórica, de lógica, de geometría, de música y aritmética, porque la prontitud en el entender y la agudeza en el discernir son dádiva especial vuestra, aunque yo no os ofrecía por ello sacrificio de alabanzas. Y así no me servía de mi ingenio tanto para mi provecho como para mi daño, pues queriendo tener a mi disposición tan buena porción de las riquezas de mi alma y usar de ellas a mi arbitrio, no refería ni ordenaba a Vos aquel talento y fortaleza mía: antes apartándome de Vos, me fui, como el hijo pródigo, a una remota región a malgastar aquella hacienda mía en tan indignos empleos como me han dictado mis pasiones y apetitos. Porque ¿de qué me servía una cosa tan buena como los talentos que Vos me habíais dado, si yo no usaba bien de ella? Ni yo creía que aquellas artes y ciencias las aprendiesen otros con mucha dificultad, no obstante ser ingeniosos y aplicados, hasta que intenté explicárselas, y entonces conocí que el más hábil y excelente en ellas era el que menos tardaba en entenderme cuando las explicaba.

31. Mas ¿de qué me servía todo esto cuando yo juzgaba que Vos, Señor, Dios mío y verdad eterna, erais un cuerpo luminoso o infinito, y que yo era un pedazo de aquel cuerpo? ¡Extraña perversidad! Pero así era yo. No me avergüenzo, Dios mío, de confesar las misericordias que habéis obrado en mí, y de alabaros por ellas, pues no me avergoncé entonces de publicar a los hombres mis blasfemias y de ladrar contra Vos.

Pues ¿de qué me aprovechaba entonces un ingenio tan pronto para todas aquellas ciencias, y haber explicado tantos libros, y tan enredosos y dificultosos, sin que ningún hombre me enseñase a mí, ni me ayudase a entenderlos y explicarlos, si en la doctrina de la piedad y religión erraba tan feamente y con tan sacrílega torpeza? ¿O qué daño era para vuestros pequeñuelos su ingenio mucho más tardo, una vez que no se apartaban lejos de Vos, para que en el nido de vuestra iglesia estuviesen seguros hasta echar plumas y criar alas de caridad con el alimento de la sana doctrina de la fe?

¡Oh Dios y Señor nuestro, esperemos en el abrigo y protección de vuestras alas, defendednos con ellas y sobrellevadnos! Vos llevaréis a los pequeñuelos y los sustentaréis sobre vuestras alas toda su vida hasta la vejez. Porque cuando Vos sois nuestra firmeza, entonces es firmeza verdadera, y estamos verdaderamente firmes; pero cuando sólo hay firmeza nuestra, es enfermedad y flaqueza. Todo nuestro bien está en Vos siempre, y por eso el habernos apartado de Vos es habernos pervertido. Pues volvamos ya, Señor, a Vos, para que no nos acabemos de perder; vive en Vos sin defecto alguno todo nuestro bien, que sois Vos mismo, y no tememos que nos falte lugar a donde volver, por haber caído de él nosotros, pues con nuestra caída no se arruinó nuestra casa, que es vuestra eternidad misma.

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