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San Agustín

"Confesiones"

Libro 4

Capítulo 2

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Confesiones

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Capítulo 2

De cómo enseñaba retórica; de la fidelidad que guardaba a una mala amistad que tenía; y cómo despreció los pronósticos de un agorero

 

2. Enseñaba yo en aquel tiempo la retórica, y vendía aquel arte de elocuencia que sabe vencer y dominar los corazones, siendo al enseñarla vencido y dominado yo de la codicia. Pero bien sabéis, Señor, que lo que más deseaba era tener discípulos, en el sentido en que comúnmente se llaman buenos, a los que sin engaño alguno les enseñaba el arte de practicar engaños, no para que jamás usasen de ellos contra la vida de algún inocente, sino para defender alguna vez al culpado. Y Vos, Dios mío, visteis desde lejos esta fidelidad que iba a perderse por un camino tan resbaladizo, y centellear entre mucho humo aquella buena fe mía con que enseñaba a los que, como yo, amaban la vanidad y buscaban la mentira.

En aquel mismo tiempo tenía yo una mujer, no que fuese mía por legítimo matrimonio, sino buscada por el vago ardor juvenil escaso de prudencia; pero era una sola, y le guardaba también fidelidad, queriendo saber por experiencia propia la diferencia que hay entre el amor conyugal pactado mutuamente con el fin de la procreación, y el pacto de amor lascivo, en el cual suele también nacer algún hijo contra la voluntad de los amantes, aunque después de nacido los obliga a que le tengan amor.

3. También hago memoria de que habiendo yo voluntariamente entrado en una oposición pública de poesía dramática, me envió a decir no sé qué agorero cuánto le había de dar por que él me asegurase la victoria, y yo, detestando y abominando aquellos feos sacrificios, le respondí que aunque aquella corona de frágil hierba que se había de dar al vencedor fuera de oro e inmortal, no permitiría que para que yo la lograra se matase siquiera una mosca. Porque en sus sacrificios y conjuros había él de quitar la vida a algunos animales, y con aquellos honores que hacía a los demonios, le parecía que los convidaba y movía a que me favoreciesen. Pero bien conozco, oh Dios de mi alma y de mi corazón, que el haber yo desechado y abominado aquella maldad, no fue por amor vuestro, porque aún no sabía amaros, pues ni acertaba a imaginaros sino como una luz y resplandor corporal. Y un alma que suspira por semejantes ficciones, ¿no es cierto que anda muy distraída en Vos, poniendo su confianza en falsedades y apacentándose de los vientos? En verdad que no quisiera yo que por mí se hiciera sacrificio a los demonios, siendo así que yo mismo con aquella superstición me sacrificaba a ellos, porque ¿qué otra cosa es apacentarse de los vientos, sino dar a comer a los demonios, esto es, servirles de deleite y diversión con nuestros errores?

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