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San Agustín

"Confesiones"

Libro 3

Capítulo 4

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Confesiones

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Capítulo 4

Cómo se encendió en amor a la filosofía, leyendo el tratado de Cicerón que se intitula Hortensio

 

7. En compañía de éstos estudiaba entonces, siendo aún de poca edad, los libros que trataban de la elocuencia, en la cual deseaba yo sobresalir por un fin tan reprensible y vano como era el deseo de la vanagloria y aplausos de la vanidad humana.

Siguiendo el orden acostumbrado en mi estudio, había llegado a un libro de Cicerón, cuyo lenguaje casi todos admiran, aunque no tanto su ánimo y espíritu. Aquel libro contiene una exhortación del mismo Cicerón a la filosofía, y se intitula el Hortensio. Este libro trocó mis afectos y me mudó de tal modo, que me hizo dirigir a Vos, Señor, mis súplicas y ruegos, y que mis intenciones y deseos fuesen muy otros de lo que antes eran. Luego al punto se me hicieron despreciables mis vanas esperanzas y con increíble ardor de mi corazón deseaba la inmortal sabiduría, y desde entonces comencé a levantarme para volver a Vos. Porque no leía aquel libro para ejercitarme en hablar bien (como juzgarían todos los que supiesen que para este fin estaba yo estudiando a expensas de mi madre, teniendo ya entonces diecinueve años, y habiendo más de dos que mi padre había muerto); no lo leía, pues, ni lo estudiaba para ejercitarme y perfeccionarme en la elocuencia, ni me había él persuadido a seguir lo bien que hablaba, sino lo bueno que decía.

8. ¡Con cuánto ardor, Dios mío, deseaba volver a tomar vuelo y elevarme sobre estas cosas terrenas hasta llegar a Vos! Yo no conocía lo que ejecutabais conmigo por medio de semejantes afectos y deseos, porque en Vos está la sabiduría, en cuyo amor me encendió tanto aquel libro, persuadiéndome lo que en griego se llama filosofía, que es lo mismo que amor de la sabiduría. Muchos hay que engañan por medio de la filosofía, coloreando y desfigurando sus errores con la grandeza y dulzura de tan decoroso nombre, y casi todos los que en aquellos tiempos y en los anteriores habían hecho engaños semejantes, están notados y descubiertos claramente en aquel libro. Allí también se halla aquel saludable aviso y amonestación de vuestro divino Espíritu, hecha a los hombres por boca de un siervo vuestro justo y santo: «Estad atentos y cuidadosos para que ninguno os engañe por la filosofía y vana falacia, fundada en doctrina de los hombres, y conforme a los principios de la mundana ciencia, y no según la de Jesucristo, en quien habita corporalmente toda la plenitud de la Divinidad».

Por lo que a mí toca, bien sabéis, luz de mi corazón, que aún no tenía noticia de estas palabras del Apóstol y lo que únicamente me deleitaba en aquella exhortación era que me encendía en deseos, no de esta o aquella determinada secta de filósofos, sino a que amase y buscase, consiguiese y abrazase fuertemente la sabiduría, tal cual ella era en sí misma, y solamente una cosa me templaba aquel ardor y deseos, y era el no encontrar allí el nombre de Jesucristo. Porque este nombre, por misericordia vuestra, Señor, este nombre de vuestro Hijo y mi Salvador, aun siendo yo niño de pecho, lo había bebido y mamado con la leche de mi madre, y lo conservaba grabado profundamente en mi corazón, y todo cuanto estuviese escrito sin este nombre, por muy erudito, elegante y verdadero que fuese, no me robaba enteramente el afecto.

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