En su regia caverna, inconsolable
El rey león yacía,
Porque en el mismo día
Murió ¡cruel dolor! su esposa amable.
A palacio la corte toda llega,
Y en fúnebre aparato se congrega.
En la cóncava gruta resonaba
Del triste rey el doloroso llanto;
Allí los cortesanos entre tanto
También gemían porque el rey lloraba;
Que si el viudo monarca se riera,
La corte lisonjera
Trocara en risa el lamentable paso.
Perdone la difunta: voy al caso.
Entre tanto sollozo
El ciervo no lloraba, yo lo creo;
Porque, lleno de gozo,
Miraba ya cumplido su deseo.
La tal reina le había devorado
Un hijo y la mujer al desdichado.
El ciervo, en fin, no llora;
El concurso lo advierte:
El monarca lo sabe, y en la hora
Ordena con furor darle la muerte.
«¿Cómo podré llorar, el ciervo dijo,
Si apenas puedo hablar de regocijo?
Ya disfruta, gran rey, más venturosa,
Los Elíseos Campos vuestra esposa:
Me lo ha revelado, a la venida,
Muy cerca de la gruta aparecida.
Me mandó lo callase algún momento,
Porque gusta mostréis el sentimiento.»
Dijo así; y el concurso cortesano
Aclamó por milagro la patraña.
El ciervo consiguió que el soberano
Cambiase en amistad su fiera saña.
Los que en la indignación han incurrido
De los grandes señores
A veces su favor han conseguido
Con ser aduladores.
Mas no por esto advierto
Que el medio sea justo; pues es cierto
Que a más príncipes vicia
La adulación servil que la malicia. |