Marramaquiz, gran gato,
De nariz roma, pero largo olfato,
Se metió en una casa de Ratones.
En uno de sus lóbregos rincones
Puso su alojamiento;
Por delante de sí, de ciento en ciento
Les dejaba por gusto libre el paso,
Como hace el bebedor, que mira al vaso;
Y ensanchando así más sus tragaderas,
Al fin los escogía como peras.
Éste fue su ejercicio cotidiano;
Pero tarde o temprano,
Al fin ya los Ratones conocían
Que por instantes se disminuían.
Don Roepan, cacique el más prudente
De la Ratona gente,
Con los suyos formó pleno consejo,
Y dijo así con natural despejo:
«Supuesto, hermanos, que el sangriento bruto,
Que metidos nos tiene en llanto y luto,
Habita el cuarto bajo,
Sin que pueda subir ni aun con trabajo
Hasta nuestra vivienda,, es evidente
Que se atajará el daño solamente
Con no bajar allá de modo alguno.»
El medio pareció muy oportuno;
Y fue tan observado,
Que ya Marramaquiz, el muy taimado,
Metido por el hambre en calzas prietas,
Discurrió entre mil tretas
La de colgarse por los pies de un palo,
Haciendo el muerto: no era ardid malo;
Pero don Roepan, luego que advierte
Que su enemigo estaba de tal suerte,
Asomando el hocico a su agujero,
«Hola, dice, ¿qué es eso, caballero?
¿Estás muerto de burlas o de veras?
Si es lo que yo recelo en vano esperas;
Pues no nos contaremos ya seguros
Aun sabiendo de cierto
Que eras, a más de Gato muerto,
Gato relleno ya de pesos duros».
Si alguno llega con astuta maña,
Y una vez nos engaña,
Es cosa muy sabida
Que puede algunas veces
El huir de sus trazas y dobleces
Valernos nada menos que la vida. |