Norman Gortsby se sentó en un banco del parque, dando la espalda a una pequeña extensión de césped con arbustos, cercada por barandas. Del otro lado, frente a él, cruzando una amplia avenida, se hallaba el Row. Justo a su derecha, estaba Hyde Park Corner, con su bullicio y las bocinas del tránsito. Eran las seis y media de una tarde de comienzos de marzo, y el atardecer había caído densamente sobre la escena; un atardecer mitigado por la débil luz de la luna y unos cuantos faroles callejeros. Había un vacío absoluto en las calles y en las veredas, y sin embargo, muchas figuras sin importancia se movían silenciosamente en la semipenumbra, o se esparcían por los bancos y sillas sin llamar la atención, apenas distinguibles en la sombría oscuridad en que se hallaban sentadas.
A Gortsby le gustaba la escena: estaba acorde con su estado de ánimo actual. El atardecer, para él, era la hora de los abatidos. Hombres y mujeres que habían peleado y perdido, que hacían el máximo esfuerzo por ocultar su derrota y sus desesperanzas de la mirada atenta de los curiosos, venían a la hora del crepúsculo, cuando sus ropas deslucidas, sus hombros caídos y sus ojos tristes podían pasar inadvertidos o, en todo caso, no ser reconocidos.
Los pobladores del crepúsculo no querían ser objeto de miradas extrañas; por eso elegían el estilo de los murciélagos, para disfrutar tristemente de un lugar de dispersión abandonado ya por sus legítimos ocupantes. Más allá del refugio con arbustos y barandas, existía un territorio de luces brillantes, y tránsito ruidoso y ajetreado. Muchas hileras de ventanas resplandecientes brillaban a través de la penumbra y hasta la dispersaban, mostrando las siluetas de esa otra gente que insistía en luchar por sobrevivir o que, en todo caso, no había tenido necesidad de aceptar la derrota. Así visualizaba las cosas la imaginación de Gortzby, mientras permanecía sentado en su banco en un sendero casi desierto. Su estado de ánimo era el de aquel que se encuentra entre los abatidos. Los problemas de dinero no lo presionaban; si lo hubiera deseado podría haber caminado sin rumbo por las calles iluminadas y ruidosas; podía haber ocupado su lugar entre los competidores que disfrutan de la prosperidad o luchan por obtenerla. Él había fracasado en una ambición más sutil y, por el momento, se hallaba deprimido y desilusionado; por eso no le disgustaba sentir un cínico placer al observar y catalogar a sus acompañantes a medida que caminaban por las zonas oscuras que se extendían entre las luces de los faroles.
Un caballero de edad se sentó a su lado en el banco, con un aire de desafío ya vencido que probablemente fuera un vestigio de autoestima en un individuo que había dejado de retar con éxito a alguien o a algo. Sus ropas no podían describirse como deslucidas, al menos eran aceptables en la semipenumbra—; aunque su aspecto no daba para imaginarlo embarcado en la compra de una caja de chocolates de media corona o gastando nueve peniques en un clavel para el ojal. Pertenecía sin duda a esa miserable orquesta cuya música no baila nadie; era uno de esos seres afligidos por los que nadie siente compasión. Cuando se levantó para irse, Gorsby lo imaginó regresando a un círculo familiar donde lo despreciaban y no lo tenían en cuenta, o a alguna pensión desolada donde lo único que les interesaba era su capacidad para pagar la factura semanal. Al retirarse su figura fue desapareciendo gradualmente en las sombras, y su lugar en el banco fue ocupado de inmediato por un joven, bastante bien vestido, pero con un semblante no mucho más feliz que el de su antecesor. Como para enfatizar el hecho de que el mundo había sido duro con él, el recién llegado se lanzó con una sonora interjección de furia al desplomarse en el banco. —No parece estar de muy buen humor—dijo Gortsby. El joven se volvió hacia él con una mirada de franqueza que desarmaba y que enseguida puso a Gortsby a la defensiva. —Usted no estaría de buen humor si estuviera en mi lugar—dijo—. He cometido la mayor tontería de mi vida. —¿Sí?—inquirió Gortsby sin mayor interés. —Llegué esta tarde con la intención de parar en el Hotel Patagónico de Berkshire Squar—continuó el joven—, pero , cuando llegué allí, advertí que lo habían tirado abajo unas semanas atrás y ahora hay un cine en su lugar. El taxista me recomendó otro hotel a poca distancia y me dirigí allí. Acababa de enviar una carta a mi familia para darle la dirección y luego salí a comprar un jabón. Me olvidé de poner uno en la valija y odio usar los jabones de los hoteles. Luego anduve dando vueltas, entré en un bar a tomar algo y me detuve a mirar algunas vidrieras. Y, cuando decidí regresar al hotel, me di cuenta de que no recordaba su nombre, ni siquiera la calle. ¡Una situación difícil para una persona que no tiene ningún conocido en Londres! Claro que podría telegrafiar a mi familia para pedirle la dirección, pero el mensaje no le llegará hasta mañana. Entretanto, no tengo dinero; salí con un chelín y lo gasté en el jabón y en el trago. Y heme aquí, vagando sin rumbo con dos peniques en el bolsillo y sin saber dónde pasar la noche.
Hubo una pausa elocuente después de la historia narrada. —Supongo que usted cree que le inventé una historia inverosímil, dijo el joven enseguida, con cierto resentimiento en la voz. —No del todo inverosímil—sentenció Gortsby—; yo recuerdo que una vez hice exactamente lo mismo cuando estaba en una capital extranjera, y en esa oportunidad éramos dos, lo que es todavía más asombroso. Por suerte, recordamos que el hotel estaba en una especie de canal y, cuando dimos con él, pudimos hallar el camino de regreso.
El joven se iluminó con el recuerdo. —En una ciudad extranjera, yo no me preocuparía tanto—dijo—,uno podría ir al consulado y pedir la ayuda necesaria. Aquí, en nuestra propia tierra , uno se siente más indefenso si está en una situación así. A menos que encuentre un tipo decente que crea mi historia y me preste algo de dinero, lo más probable es que tenga que pasar la noche en la calle. Me alegra, de todos modos, que usted no crea que mi historia es escandalosamente inverosímil.
El último comentario fue bastante afectuoso, tal vez para indicar una esperanza de que Gorstby no se resistiera mucho a la decencia requerida. —Claro—dijo Gorstby pausadamente—, el punto débil de su historia es que no puede mostrar el jabón.
El joven avanzó en el asiento apresuradamente, tanteó en los bolsillos de su abrigo y luego se puso de pie de un salto. —Seguramente lo he perdido—contestó, enojado. —Perder un hotel y un pan de jabón la misma tarde sugiere demasiado descuido—dijo Gortsby.
Pero el joven no esperó a oír el final del comentario. Se alejó rápidamente, con la cabeza erguida y algo de aire altanero. —Una lástima—reflexionó Gortsby—. Salir a buscar el jabón era el toque más convincente de la historia y, sin embargo, fue precisamente ese pequeño detalle el que lo delató. Si hubiera tenido la astucia de llevar consigo un pan de jabón, envuelto y sellado cuidadosamente por el empleado de la perfumería, habría inventado una historia genial. En esta historia en particular, la genialidad consiste en una capacidad infinita para tomar precauciones.
Con esa reflexión, Gortsby se incorporó para irse. Al hacerlo, se le escapó una exclamación de inquietud. Al costado del banco, en el suelo, había un pequeño paquete ovalado, envuelto y sellado cuidadosamente por el empleado de una perfumería. No podía ser otra cosa más que un pan de jabón, y, evidentemente, se le había caído al joven del bolsillo de su abrigo cuando se desplomó sobre el asiento. Enseguida, Gortsby caminó por el sendero envuelto en las penumbras, buscando ansiosamente a una figura juvenil con un abrigo liviano. Ya casi había renunciado a su búsqueda cuando pudo verlo, parado indeciso al borde de la calle, sin saber si cruzar el parque o atravesar las bulliciosas calles de Knigthsbridge. Se dio vuelta de pronto con un aire de hostilidad defensiva, cuando vio a Gortsby haciéndoles señas. —Apareció el testigo para probar la autenticidad de su historia—dijo Gortsby, extendiendo su mano con el pan de jabón—. Seguramente, se le ha caído del bolsillo de su abrigo cuando se sentó en el banco. Lo vi en el suelo cuando usted ya se había ido. Debe disculpar mi incredulidad, pero las apariencias lo contradecían. Ahora, apelando a la evidencia del jabón, pienso que debo aceptar su veredicto. Si un préstamo de un soberano es suficiente para usted…
El joven aclaró rápidamente cualquier duda metiendo la moneda en su bolsillo. —Aquí está mi tarjeta con mi dirección—continuó Gortsby—; puede devolverme el dinero cualquier día de la semana. Y aquí está el jabón. No lo pierda otra vez, pues es un buen aliado suyo. —¡Qué suerte que lo haya encontrado!—dijo el joven y, luego, quebrándosele un poco la voz, pronunció una o dos palabras de agradecimiento y huyó rápidamente en la dirección de Knigthbridge. —Pobre hombre, casi se quiebra—dijo Gortsby—. Pero no me sorprende. Seguramente sintió un gran alivio después de una situación tan difícil. Es una lección para mí. No debo creerme tan inteligente por emitir un juicio guiado por las circunstancias.
Cuando Gortsby volvía a pasar por el banco donde había tenido lugar aquella pequeña situación dramática, vio a un caballero de edad buscando algo debajo del banco y a los costados, y reconoció en él a su primer compañero. —¿Perdió algo, caballero?—le preguntó. —Sí, señor, un pan de jabón. |