"Agustina de Villeblanche" Capítulo 1
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Agustina de Villeblanche |
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De todos los extravíos de la naturaleza, el que más ha hecho cavilar, el que más extraño ha parecido a esos pseudofilósofos que quieren analizarlo todo sin entender nunca nada -comentaba un día a una de sus mejores amigas la señorita de Villeblanche, de la que pronto tendremos ocasión de ocuparnos- es esa curiosa atracción que mujeres de una determinada idiosincrasia o de un determinado temperamento han sentido hacia personas de su mismo sexo. Y, aunque mucho antes de la inmortal Safo, y después de ella, no ha habido una sola región del universo, ni una sola ciudad, que no nos haya mostrado a mujeres de ese capricho, y, por tanto, ante pruebas tan contundentes, parecería más razonable, antes que acusar a esas mujeres de un crimen contra la naturaleza, acusar a ésta de extravagancia; con todo, nunca se ha dejado de censurarlas y, sin el imperioso ascendiente que siempre tuvo nuestro sexo, quién sabe si un Cujas, un Bartole o un Luis IX no habrían concebido la idea de condenar también al fuego a esas sensibles y desventuradas criaturas, como bien se cuidaron de promulgar leyes contra los hombres que, propensos al mismo tipo de singularidad y con razones tan igualmente convincentes, han creído bastarse entre ellos y han opinado que la unión de los sexos, tan útil para la propagación, podía muy bien no ser de tanta importancia para el placer. Dios no quiera que nosotras tomemos partido alguno en todo ello..., ¿verdad, querida? -continuaba la hermosa Agustina de Villeblanche, mientras daba a su amiga besos un tanto delatadores-. Pero en vez de hogueras y de desprecio, en lugar de sarcasmos, armas todas ellas ya totalmente romas en nuestro tiempo, ¿no sería infinitamente más sencillo, en una acción tan absolutamente indiferente a la sociedad, tan conforme con Dios, y más útil a la naturaleza de lo que pueda creerse, que se dejara a cada cual obrar a su antojo...? ¿Qué puede temerse de esta depravación...? A toda persona verdaderamente inteligente le parecerá que puede prevenir otras peores, pero nunca se me podrá probar que tenga peligrosas consecuencias... ¡Oh, cielos!, ¿temen que los caprichos de esos individuos, de uno y otro sexo, puedan acabar con el mundo, que pongan en peligro el precioso género humano y que su pretendido crimen lo aniquile al no proceder a su multiplicación? Que lo piensen mejor y verán que todas esas quiméricas pérdidas son enteramente indiferentes a la naturaleza, que no sólo no las condena en absoluto, sino que nos demuestra con mil ejemplos que las quiere y que las desea; pues si esas pérdidas la irritasen, ¿las toleraría en tantos miles de casos? Si la primogenitura le resultase tan esencial, ¿permitiría que una mujer no fuera apta para ella más que un tercio de su vida y que al salir de sus manos la mitad de los seres que produce tuviesen gestos contrarios a esa procreación que supuestamente exige? Digamos mejor que la naturaleza permite que las especies se multipliquen, pero que no lo exige en absoluto y que, plenamente convencida de que siempre habrá más individuos de los que hagan falta, muy lejos está de contrariar las inclinaciones de quienes no ponen en práctica la propagación y les repugna limitarse a ella. ¡Ah, dejemos actuar a esa madre excelente, convezcámonos de que sus recursos son inmensos, de que nada de lo que hagamos puede ultrajarla y de que el crimen que podría atentar contra sus leyes nunca podrá manchar nuestras manos! La señorita de Villeblanche, de cuya lógica acabamos de apreciar una muestra, dueña ya de sus actos a la edad de veinte años y disponiendo de treinta mil libras de renta, había tomado, por gusto, la resolución de no casarse jamás; de familia distinguida sin ser ilustre, era hija de un hombre que se había enriquecido en las Indias, había dejado solamente un hijo, ella, y se había muerto sin haber podido hacer que se decidiera al matrimonio. No es necesario ocultar que era extremadamente propenso a ese tipo de inclinación cuya apología acababa de hacer Agustina, llevada de la repugnancia que sentía por el matrimonio; ya fuera por recomendación, por constitución orgánica o por dictados de la sangre (había nacido en Madras), por inspiración de la naturaleza o por lo que se quiera, la señorita de Villeblanche detestaba a los hombres y entregada en cuerpo y alma a lo que los castos oídos entienden por la palabra lesbianismo, no disfrutaba más que con su propio sexo y sólo con las Gracias se resarcía del desprecio que le inspiraba Amor. Agustina era una verdadera perdida para los hombres: alta, digna de ser pintada, con los más hermosos cabellos castaños del mundo, una nariz algo aguileña, unos dientes maravillosos y unos ojos tan expresivos, tan vivos... con una piel de una suavidad tal y de una blancura incomparable, todo el conjunto, en suma, de un tipo de atractivo tan excitante... que era evidente que al verla tan capaz de inspirar amor y tan decidida a no amar nunca, a muchos hombres se les escapaban un número infinito de sarcasmos contra una afición por lo demás de lo más sencilla, pero que, no obstante, al privar a los altares de Pafos de una de las criaturas del universo mejor dotadas para servirlos, espoleaba el sentido del humor de los sacerdotes de Venus, como es natural. La señorita de Villeblanche se reía de buena gana de todos esos reproches, de todos aquellos comentarios malintencionados y seguía tan consagrada a sus caprichos como siempre. La mayor de las locuras -añadía- es la de avergonzarse de las inclinaciones que hemos heredado de la naturaleza; y burlarse de cualquier individuo que tenga gustos tan singulares es tan absolutamente bárbaro como lo sería el burlarse de un hombre o de una mujer tuertos o cojos de nacimiento, pero persuadir a unos necios de estos razonables principios es como tratar de detener el curso de los astros. Para el orgullo constituye una especie de placer el burlarse de los defectos que no se tienen y ese tipo de satisfacciones resultan tan gratas al hombre y especialmente a los imbéciles, que es muy raro ver que renuncien a él... Además, todo esto se presta a murmuraciones, frías ocurrencias, estúpidos juegos de palabras y para la sociedad, es decir, para una colección de seres reunidos por el aburrimiento y moldeados por la estupidez, resulta tan agradable hablar dos o tres sin decir nada nunca, tan delicioso el brillar a costa de los demás y denunciar condenatoriamente un vicio que uno está muy lejos de tener... es una especie de tácito elogio que uno se hace a sí mismo; a ese precio uno consiente incluso en unirse a los demás para formar una cábala y aplastar a aquel individuo cuya tremenda culpa es la de no pensar como la mayoría de los mortales y uno se vuelve a casa henchido de orgullo por el ingenio demostrado cuando con semejante conducta de lo único que se ha hecho gala y a fondo es de pedantería y de cretinez. Así opinaba la señorita de Villeblanche, y firmemente decidida a no enmendarse jamás, se burlaba de las habladurías, era lo suficientemente rica para bastarse a sí misma, no le importaba su reputación y como aspiraba a una vida placentera y no a beatitudes celestiales en las que creía más bien poco, y menos aún a una inmortalidad demasiado quimérica para su sentidos, se rodeaba, así pues, de un pequeño círculo de mujeres que pensaban como ella, con las que la encantadora Agustina se entregaba inocentemente a todos los placeres que la deleitaban. Había tenido muchos pretendientes, pero todos habían salido tan mal parados que estaban ya a punto de renunciar a esta conquista cuando un joven llamado Franville, mas o menos de su posición y por lo menos tan rico como ella, se enamoró locamente y no sólo no se cansó de sus desplantes, sino que se decidió completamente en serio a no levantar el asedio sin haberla conquistado; dio cuenta de su proyecto a sus amigos, se rieron de él, lo desafiaron y él aceptó. Franville tenía dos años menos que la señorita de Villeblanche, casi no tenía barba todavía y los rasgos más delicados y los más hermosos cabellos del mundo, así como una bellísima figura; cuando se vestía de muchacha, estaba tan bien con esa ropa que siempre conseguía engañar a ambos sexos y muy a menudo, unos todavía engañados, otros sabiendo muy bien lo que les agradaba, le habían hecho proposiciones tan concretas que en el mismo día habría podido ser el Antinoo de algún Adriano o el Adonis de alguna Psyqué. Franville pensó seducir a la señorita de Villeblanche con ese atuendo; vamos a ver cómo se las arregló. |
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