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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo) |
Pedro Páramo (Continuación) |
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Tocó con el mango del chicote la puerta de la casa de Pedro Páramo. Pensó en la primera vez que lo había hecho, dos semanas atrás. Esperó un buen rato del mismo modo que tuvo que esperar aquella vez. Miró también, como lo hizo la otra vez, el moño negro que colgaba del dintel de la puerta. Pero no comentó consigo mismo: «¡Vaya! Los han encimado. El primero está ya descolorido, el último relumbra como si fuera de seda; aunque no es más que un trapo teñido». La primera vez se estuvo esperando hasta llenarse con la idea de que quizá la casa estuviera deshabitada. Y ya se iba cuando apareció la figura de Pedro Páramo. —Pasa, Fulgor. Era la segunda ocasión que se veían. La primera nada más él lo vio; porque el Pedrito estaba recién nacido. Y ésta. Casi se podía decir que era la primera vez. Y le resultó que le hablaba como a un igual. ¡Vaya! Lo siguió a grandes trancos, chicoteándose las piernas: «Sabrá pronto que yo soy el que sabe. Lo sabrá. Y a lo que vengo». —Siéntate, Fulgor. Aquí hablaremos con más calma. Estaban en el corral. Pedro Páramo se arrellanó en un pesebre y esperó: —¿Por qué no te sientas? —Prefiero estar de pie, Pedro. —Como tú quieras. Pero no se te olvide el «don». ¿Quién era aquel muchacho para hablarle así? Ni su padre don Lucas Páramo se había atrevido a hacerlo. Y de pronto éste, que jamás se había parado en la Media Luna, ni conocía de oídas el trabajo, le hablaba como a un gañán. ¡Vaya, pues! —¿Cómo anda aquello? Sintió que llegaba su oportunidad. «Ahora me toca a mí», pensó. —Mal. No queda nada. Hemos vendido el último ganado. Comenzó a sacar los papeles para informarle a cuánto ascendía todavía el adeudo. Y ya iba a decir: «Debemos tanto», cuando oyó: —¿A quién le debemos? No me importa cuánto, sino a quién. Le repasó una lista de nombres. Y terminó: —No hay de dónde sacar para pagar. Ése es el asunto. —¿Y por qué? —Porque la familia de usted lo absorbió todo. Pedían y pedían, sin devolver nada. Eso se paga caro. Ya lo decía yo: «A la larga acabarán con todo». Bueno, pues acabaron. Aunque hay por allí quien se interese en comprar los terrenos. Y pagan bien. Se podrían cubrir las libranzas pendientes y todavía quedaría algo; aunque, eso sí, algo mermado. —¿No serás tú? —¡Cómo se pone a creer que yo! —Yo creo hasta el bendito. Mañana comenzaremos a arreglar nuestros asuntos. Empezaremos por las Preciados. ¿Dices que a ellas les debemos más? —Sí. Y a las que les hemos pagado menos. El padre de usted siempre las pospuso para lo último. Tengo entendido que una de ellas, Matilde, se fue a vivir a la ciudad. No sé si a Guadalajara o a Colima. Y la Lola, quiero decir, doña Dolores, ha quedado como dueña de todo. Usted sabe: el rancho de Enmedio. Y es a ella a la que tenemos que pagar. —Mañana vas a pedir la mano de la Lola. —Pero cómo quiere usted que me quiera, si ya estoy viejo. —La pedirás para mí. Después de todo tiene alguna gracia. Le dirás que estoy muy enamorado de ella. Y que si lo tiene a bien. De pasada, dile al padre Rentería que nos arregle el trato. ¿Con cuánto dinero cuentas? —Con ninguno, don Pedro. —Pues prométeselo. Dile que en teniendo se le pagará. Casi estoy seguro de que no pondrá dificultades. Haz eso mañana mismo. —¿Y lo del Aldrete? —¿Qué se trae el Aldrete? Tú me mencionaste a las Preciados y a los Fregosos y a los Guzmanes. ¿Con qué sale ahora el Aldrete? —Cuestión de límites. Él ya mandó cercar y ahora pide que echemos el lienzo que falta para hacer la división. —Eso déjalo para después. No te preocupen los lienzos. No habrá lienzos. La tierra no tiene divisiones. Piénsalo, Fulgor, aunque no se lo des a entender. Arregla por de pronto lo de la Lola. ¿No quieres sentarte? —Me sentaré, don Pedro. Palabra que me está gustando tratar con usted. —Le dirás a la Lola esto y lo otro y que la quiero. Eso es importante. De cierto, Sedano, la quiero. Por sus ojos, ¿sabes? Eso harás mañana tempranito. Te reduzco tu tarea de administrador. Olvídate de la Media Luna.
«¿De dónde diablos habrá sacado esas mañas el muchacho? —pensó Fulgor Sedano mientras regresaba a la Media Luna—. Yo no esperaba de él nada. “Es un inútil”, decía de él mi difunto patrón don Lucas. “Un flojo de marca”. Yo le daba la razón. “Cuando me muera váyase buscando otro trabajo, Fulgor”. “Sí, don Lucas”. “Con decirle, Fulgor, que he intentado mandarlo al seminario para ver si al menos eso le da para comer y mantener a su madre cuando yo les falte; pero ni a eso se decide”. “Usted no se merece eso, don Lucas”. “No se cuenta con él para nada, ni para que me sirva de bordón servirá cuando yo esté viejo. Se me malogró, qué quiere usted, Fulgor”. “Es una verdadera lástima, don Lucas”». Y ahora esto. De no haber sido porque estaba tan encariñado con la Media Luna, ni lo hubiera venido a ver. Se habría largado sin avisarle. Pero le tenía aprecio a aquella tierra; a esas lomas pelonas tan trabajadas y que todavía seguían aguantando el surco, dando cada vez más de sí… La querida Media Luna… Y sus agregados: «Vente para acá, tierrita de Enmedio». La veía venir. Como que aquí estaba ya. Lo que significa una mujer después de todo. «¡Vaya que sí!», dijo. Y chicoteó sus piernas al trasponer la puerta grande de la hacienda. |
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