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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo) |
Pedro Páramo (Continuación) |
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En el hidrante las gotas caen una tras otra. Uno oye, salida de la piedra, el agua clara caer sobre el cántaro. Uno oye. Oye rumores; pies que raspan el suelo, que caminan, que van y vienen. Las gotas siguen cayendo sin cesar. El cántaro se desborda haciendo rodar el agua sobre un suelo mojado. «¡Despierta!», le dicen. Reconoce el sonido de la voz. Trata de adivinar quién es; pero el cuerpo se afloja y cae adormecido, aplastado por el peso del sueño. Unas manos estiran las cobijas prendiéndose de ellas, y debajo de su calor el cuerpo se esconde buscando la paz. «¡Despiértate!», vuelven a decir. La voz sacude los hombros. Hace enderezar el cuerpo. Entreabre los ojos. Se oyen las gotas de agua que caen del hidrante sobre el cántaro raso. Se oyen pasos que se arrastran… Y el llanto. Entonces oyó el llanto. Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde anidan los sobresaltos. Se levantó despacio y vio la cara de una mujer recostada contra el marco de la puerta, oscurecida todavía por la noche, sollozando. —¿Por qué lloras, mamá? —preguntó; pues en cuanto puso los pies en el suelo reconoció el rostro de su madre. —Tu padre ha muerto —le dijo. Y luego, como si se le hubieran soltado los resortes de su pena, se dio vuelta sobre sí misma una y otra vez, una y otra vez, hasta que unas manos llegaron hasta sus hombros y lograron detener el rebullir de su cuerpo. Por la puerta se veía el amanecer en el cielo. No había estrellas. Sólo un cielo plomizo, gris, aún no aclarado por la luminosidad del sol. Una luz parda, como si no fuera a comenzar el día, sino como si apenas estuviera llegando el principio de la noche. Afuera en el patio, los pasos, como de gente que ronda. Ruidos callados. Y aquí, aquella mujer, de pie en el umbral; su cuerpo impidiendo la llegada del día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo, y debajo de sus pies regueros de luz; una luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado en lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto suave pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo. —Han matado a tu padre. —¿Y a ti quién te mató, madre?
«Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul y detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces… Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar. »Pero no para ti, Miguel Páramo, que has muerto sin perdón y no alcanzarás ninguna gracia». El padre Rentería dio vuelta al cuerpo y entregó la misa al pasado. Se dio prisa por terminar pronto y salió sin dar la bendición final a aquella gente que llenaba la iglesia. —¡Padre, queremos que nos lo bendiga! —¡No! —dijo moviendo negativamente la cabeza—. No lo haré. Fue un mal hombre y no entrará al Reino de los Cielos. Dios me tomará a mal que interceda por él. Lo decía, mientras trataba de retener sus manos para que no enseñaran su temblor. Pero fue. Aquel cadáver pesaba mucho en el ánimo de todos. Estaba sobre una tarima, en medio de la iglesia, rodeado de cirios nuevos, de flores, de un padre que estaba detrás de él, solo, esperando que terminara la velación. El padre Rentería pasó junto a Pedro Páramo procurando no rozarle los hombros. Levantó el hisopo con ademanes suaves y roció el agua bendita de arriba abajo, mientras salía de su boca un murmullo, que podía ser de oraciones. Después se arrodilló y todo el mundo se arrodilló con él: —Ten piedad de tu siervo, Señor. —Que descanse en paz, amén —contestaron las voces. Y cuando empezaba a llenarse nuevamente de cólera, vio que todos abandonaban la iglesia llevándose el cadáver de Miguel Páramo. Pedro Páramo se acercó, arrodillándose a su lado: —Yo sé que usted lo odiaba, padre. Y con razón. El asesinato de su hermano, que según rumores fue cometido por mi hijo; el caso de su sobrina Ana, violada por él según el juicio de usted; las ofensas y falta de respeto que le tuvo en ocasiones, son motivos que cualquiera puede admitir. Pero olvídese ahora, padre. Considérelo y perdónelo como quizá Dios lo haya perdonado. Puso sobre el reclinatorio un puño de monedas de oro y se levantó: —Reciba eso como una limosna para su iglesia. La iglesia estaba ya vacía. Dos hombres esperaban en la puerta de Pedro Páramo, quien se juntó con ellos, y juntos siguieron el féretro que aguardaba descansando sobre los hombros de cuatro caporales de la Media Luna. El padre Rentería recogió las monedas una por una y se acercó al altar. —Son tuyas —dijo—. Él puede comprar la salvación. Tú sabes si éste es el precio. En cuanto a mí, Señor, me pongo ante tus plantas para pedirte lo justo o lo injusto, que todo nos es dado pedir… Por mí, condénalo, Señor. Y cerró el sagrario. Entró en la sacristía, se echó en un rincón, y allí lloró de pena y de tristeza hasta agotar sus lágrimas. —Está bien, Señor, tú ganas —dijo después.
Durante la cena tomó su chocolate como todas las noches. Se sentía tranquilo. —Oye, Anita. ¿Sabes a quién enterraron hoy? —No, tío. —¿Te acuerdas de Miguel Páramo? —Sí, tío. —Pues a él. Ana agachó la cabeza. —Estás segura de que él fue, ¿verdad? —Segura no, tío. No le vi la cara. Me agarró de noche y en lo oscuro. —¿Entonces cómo supiste que era Miguel Páramo? —Porque él me lo dijo: «Soy Miguel Páramo, Ana. No te asustes». Eso me dijo. —¿Pero sabías que era el autor de la muerte de tu padre, no? —Sí, tío. —¿Entonces qué hiciste para alejarlo? —No hice nada. Los dos guardaron silencio por un rato. Se oía el aire tibio entre las hojas del arrayán. —Me dijo que precisamente a eso venía: a pedirme disculpas y a que yo lo perdonara. Sin moverme de la cama le avisé: «La ventana está abierta». Y él entró. Llegó abrazándome, como si ésa fuera la forma de disculparse por lo que había hecho. Y yo le sonreí. Pensé en lo que usted me había enseñado: que nunca hay que odiar a nadie. Le sonreí para decírselo; pero después pensé que él no pudo ver mi sonrisa, porque yo no lo veía a él, por lo negra que estaba la noche. Solamente lo sentí encima de mí y que comenzaba a hacer cosas malas conmigo. »Creí que me iba a matar. Eso fue lo que creí, tío. Y hasta dejé de pensar para morirme antes de que él me matara. Pero seguramente no se atrevió a hacerlo. »Lo supe cuando abrí los ojos y vi la luz de la mañana que entraba por la ventana abierta. Antes de esa hora, sentí que había dejado de existir. —Pero debes tener alguna seguridad. La voz. ¿No lo conociste por su voz? —No lo conocía por nada. Sólo sabía que había matado a mi padre. Nunca lo había visto y después no lo llegué a ver. No hubiera podido, tío. —Pero sabías quién era. —Sí. Y qué cosa era. Sé que ahora debe estar en lo mero hondo del infierno; porque así se lo he pedido a todos los santos con todo mi fervor. —No estés tan convencida de eso, hija. ¡Quién sabe cuántos estén rezando ahora por él! Tú estás sola. Un ruego contra miles de ruegos. Y entre ellos, algunos mucho más hondos que el tuyo, como es el de su padre. Iba a decirle: «Además, yo le he dado el perdón». Pero sólo lo pensó. No quiso maltratar el alma medio quebrada de aquella muchacha. Antes, por el contrario, la tomó del brazo y le dijo: —Démosle gracias a Dios Nuestro Señor porque se lo ha llevado de esta tierra donde causó tanto mal, no importa que ahora lo tenga en su cielo. |
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