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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo) |
Pedro Páramo (Continuación) |
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El Tilcuate siguió viniendo: —Ahora somos carrancistas. —Está bien. —Andamos con mi general Obregón. —Está bien. —Allá se ha hecho la paz. Andamos sueltos. —Espera. No desarmes a tu gente. Esto no puede durar mucho. —Se ha levantado en armas el padre Rentería. ¿Nos vamos con él, o contra él? —Eso ni se discute. Ponte al lado del gobierno. —Pero si somos irregulares. Nos consideran rebeldes. —Entonces vete a descansar. —¿Con el vuelo que llevo? —Haz lo que quieras, entonces. —Me iré a reforzar al padrecito. Me gusta cómo gritan. Además lleva uno ganada la salvación. —Haz lo que quieras.
Pedro Páramo estaba sentado en un viejo equipal, junto a la puerta grande de la Media Luna, poco antes de que se fuera la última sombra de la noche. Estaba solo, quizá desde hacía tres horas. No dormía. Se había olvidado del sueño y del tiempo: «Los viejos dormimos poco, casi nunca. A veces apenas si dormitamos; pero sin dejar de pensar. Eso es lo único que me queda por hacer». Después añadió en voz alta: «No tarda ya. No tarda». Y siguió: «Hace mucho tiempo que te fuiste, Susana. La luz era igual entonces que ahora, no tan bermeja; pero era la misma pobre luz sin lumbre, envuelta en el paño blanco de la neblina que hay ahora. Era el mismo momento. Yo aquí, junto a la puerta mirando el amanecer y mirando cuando te ibas, siguiendo el camino del cielo; por donde el cielo comenzaba a abrirse en luces, alejándote, cada vez más desteñida entre las sombras de la tierra. »Fue la última vez que te vi. Pasaste rozando con tu cuerpo las ramas del paraíso que está en la vereda y te llevaste con tu aire sus últimas hojas. Luego desapareciste. Te dije: “¡Regresa, Susana!”». Pedro Páramo siguió moviendo los labios, susurrando palabras. Después cerró la boca y entreabrió los ojos, en los que se reflejó la débil claridad del amanecer. Amanecía.
A esa misma hora, la madre de Gamaliel Villalpando, doña Inés, barría la calle frente a la tienda de su hijo, cuando llegó y, por la puerta entornada, se metió Abundio Martínez. Se encontró al Gamaliel dormido encima del mostrador con el sombrero cubriéndole la cara para que no lo molestaran las moscas. Tuvo que esperar un buen rato para que despertara. Tuvo que esperar a que doña Inés terminara la faena de barrer la calle y viniera a picarle las costillas a su hijo con el mango de la escoba y le dijera: —¡Aquí tienes un cliente! ¡Alevántate! El Gamaliel se enderezó de mal genio, dando gruñidos. Tenía los ojos colorados de tanto desvelarse y de tanto acompañar a los borrachos, emborrachándose con ellos. Ya sentado sobre el mostrador, maldijo a su madre, se maldijo a sí mismo y maldijo infinidad de veces a la vida «que valía un puro carajo». Luego volvió a acomodarse con las manos entre las piernas y se volvió a dormir todavía farfullando maldiciones: —Yo no tengo la culpa de que a estas horas anden sueltos los borrachos. —El pobre de mi hijo. Discúlpalo, Abundio. El pobre se pasó la noche atendiendo a unos viajantes que se picaron con las copas. ¿Qué es lo que te trae por aquí tan de mañana? Se lo dijo a gritos, porque Abundio era sordo. —Pos nada más un cuartillo de alcohol del que estoy necesitado. —¿Se te volvió a desmayar la Refugio? —Se me murió ya, madre Villa. Anoche mismito, muy cerca de las once. Y conque hasta vendí mis burros. Hasta eso vendí porque se me aliviara. —¡No oigo lo que estás diciendo! ¿O no estás diciendo nada? ¿Qué es lo que dices? —Que me pasé la noche velando a la muerta, a la Refugio. Dejó de resollar anoche. —Con razón me olió a muerto. Fíjate que hasta yo le dije al Gamaliel: «Me huele que alguien se murió en el pueblo». Pero ni caso me hizo; con eso de que tuvo que congeniar con los viajantes, el pobre se emborrachó. Y tú sabes que cuando está en ese estado, todo le da risa y ni caso le hace a una. Pero ¿qué me dices? ¿Y tienes convidados para el velorio? —Ninguno, madre Villa. Para eso quiero el alcohol, para curarme la pena. —¿Lo quieres puro? —Sí, madre Villa. Pa emborracharme más pronto. Y dámelo rápido que llevo prisa. —Te daré dos decilitros por el mismo precio y por ser para ti. Ve diciéndole entretanto a la difuntita que yo siempre la aprecié y que me tome en cuenta cuando llegue a la gloria. —Sí, madre Villa. —Díselo antes de que se acabe de enfriar. —Se lo diré. Yo sé que ella también cuenta con usté pa que ofrezca sus oraciones. Con decirle que se murió compungida porque no hubo ni quien la auxiliara. —¿Qué, no fuiste a ver al padre Rentería? —Fui. Pero me informaron que andaba en el cerro. —¿En cuál cerro? —Pos por esos andurriales. Usted sabe que andan en la revuelta. —¿De modo que también él? Pobres de nosotros, Abundio. —A nosotros qué nos importa eso, madre Villa. Ni nos va ni nos viene. Sírvame la otra. Ahí como que se hace la disimulada, al fin y al cabo el Gamaliel está dormido. —Pero no se te olvide pedirle a la Refugio que ruegue a Dios por mí, que tanto lo necesito. —No se mortifique. Se lo diré en llegando. Y hasta le sacaré la promesa de palabra, por si es necesario y pa que usté se deje de apuraciones. —Eso, eso mero debes hacer. Porque tú sabes cómo son las mujeres. Así que hay que exigirles el cumplimiento en seguida. Abundio Martínez dejó otros veinte centavos sobre el mostrador. —Deme el otro cuartillo, madre Villa. Y si me lo quiere dar sobradito, pos ahí es cosa de usté. Lo único que le prometo es que éste sí me lo iré a beber junto a la difuntita; junto a mi Cuca. —Vete pues, antes que se despierte mi hijo. Se le agria mucho el genio cuando amanece después de una borrachera. Vete volando y no se te olvide darle mi encargo a tu mujer. Salió de la tienda dando estornudos. Aquello era pura lumbre; pero, como le habían dicho que así se subía más pronto, sorbió un trago tras otro, echándose aire en la boca con la falda de la camisa. Luego trató de ir derecho a su casa donde lo esperaba la Refugio; pero torció el camino y echó a andar calle arriba, saliéndose del pueblo por donde lo llevó la vereda. —¡Damiana! —llamó Pedro Páramo—. Ven a ver qué quiere ese hombre que viene por el camino. Abundio siguió avanzando, dando traspiés, agachando la cabeza y a veces caminando en cuatro patas. Sentía que la tierra se retorcía, le daba vueltas y luego se le soltaba; él corría para agarrarla, y cuando ya la tenía en sus manos se le volvía a ir, hasta que llegó frente a la figura de un señor sentado junto a una puerta. Entonces se detuvo: —Denme una caridad para enterrar a mi mujer —dijo. Damiana Cisneros rezaba: «De las asechanzas del enemigo malo, líbranos, Señor». Y le apuntaba con las manos haciendo la señal de la cruz. Abundio Martínez vio a la mujer de los ojos azorados, poniéndole aquella cruz enfrente, y se estremeció. Pensó que tal vez el demonio lo había seguido hasta allí, y se dio vuelta, esperando encontrarse con alguna mala figuración. Al no ver a nadie, repitió: —Vengo por una ayudita para enterrar a mi muerta. El sol le llegaba por la espalda. Ese sol recién salido, casi frío, desfigurado por el polvo de la tierra. La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz, mientras que los gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los campos: «¡Están matando a don Pedro!». Abundio Martínez oía que aquella mujer gritaba. No sabía qué hacer para acabar con esos gritos. No le encontraba la punta a sus pensamientos. Sentía que los gritos de la vieja se debían estar oyendo muy lejos. Quizá hasta su mujer los estuviera oyendo, porque a él le taladraban las orejas, aunque no entendía lo que decía. Pensó en su mujer que estaba tendida en el catre, solita, allá en el patio de su casa, adonde él la había sacado para que se serenara y no se apestara pronto. La Cuca, que todavía ayer se acostaba con él, bien viva, retozando como una patrona, y que lo mordía y le raspaba la nariz con su nariz. La que le dio aquel hijito que se les murió apenas nacido, dizque porque ella estaba incapacitada: el mal de ojo y los fríos y la rescoldera y no sé cuántos males tenía su mujer, según le dijo el doctor que fue a verla ya a última hora, cuanto tuvo que vender sus burros para traerlo hasta acá, por el cobro tan alto que le pidió. Y de nada había servido… La Cuca, que ahora estaba allá aguantando el relente, con los ojos cerrados, ya sin poder ver amanecer; ni este sol ni ningún otro. —¡Ayúdenme! —dijo—. Denme algo. Pero ni siquiera él se oyó. Los gritos de aquella mujer lo dejaban sordo. Por el camino de Comala se movieron unos puntitos negros. De pronto los puntitos se convirtieron en hombres y luego estuvieron aquí, cerca de él. Damiana Cisneros dejó de gritar. Deshizo su cruz. Ahora se había caído y abría la boca como si bostezara. Los hombres que habían venido la levantaron del suelo y la llevaron al interior de la casa. —¿No le ha pasado nada a usted, patrón? —preguntaron. Apareció la cara de Pedro Páramo, que sólo movió la cabeza. Desarmaron a Abundio, que aún tenía el cuchillo lleno de sangre en la mano: —Vente con nosotros —le dijeron—. En un buen lío te has metido. Y él los siguió. Antes de entrar en el pueblo les pidió permiso. Se hizo a un lado y allí vomitó una cosa amarilla como de bilis. Chorros y chorros, como si hubiera sorbido diez litros de agua. Entonces le comenzó a arder la cabeza y sintió la lengua trabada: —Estoy borracho —dijo. Regresó a donde estaban esperándolo. Se apoyó en los hombros de ellos, que lo llevaron a rastras, abriendo un surco en la tierra con la punta de los pies.
Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: «Todos escogen el mismo camino. Todos se van». Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos. —Susana —dijo. Luego cerró los ojos—. Yo te pedí que regresaras… »… Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan». Quiso levantar su mano para aclarar la imagen; pero sus piernas la retuvieron como si fuera de piedra. Quiso levantar la otra mano y fue cayendo despacio, de lado, hasta quedar apoyada en el suelo como una muleta deteniendo su hombro deshuesado. «Ésta es mi muerte», dijo. El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida. «Con tal de que no sea una nueva noche», pensaba él. Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrarse con sus fantasmas. De eso tenía miedo. «Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo, hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz». Sintió que unas manos le tocaban los hombros y enderezó el cuerpo, endureciéndolo. —Soy yo, don Pedro —dijo Damiana—. ¿No quiere que le traiga su almuerzo? Pedro Páramo respondió: —Voy para allá. Ya voy. Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras. |
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