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Juan Rulfo

"Pedro Páramo"

Biografía de Juan Rulfo en Wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 

Pedro Páramo

(Continuación)

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—¿Sabe, don Pedro, que derrotaron al Tilcuate?

—Sé que hubo alguna balacera anoche, porque se estuvo oyendo el alboroto; pero de ahí en más no sé nada. ¿Quién te contó eso, Gerardo?

—Llegaron unos heridos a Comala. Mi mujer ayudó para eso de los vendajes. Dijeron que eran de la gente de Damasio y que habían tenido muchos muertos. Parece que se encontraron con unos que se dicen villistas.

—¡Qué caray, Gerardo! Estoy viendo llegar tiempos malos. ¿Y tú qué piensas hacer?

—Me voy, don Pedro. A Sayula. Allá volveré a establecerme.

—Ustedes los abogados tienen esa ventaja; pueden llevarse su patrimonio a todas partes, mientras no les rompan el hocico.

—Ni crea, don Pedro; siempre nos andamos creando problemas. Además duele dejar a personas como usted, y las deferencias que han tenido para con uno se extrañan. Vivimos rompiendo nuestro mundo a cada rato, si es válido decirlo. ¿Dónde quiere que le deje los papeles?

—No los dejes. Llévatelos. ¿O qué no puedes seguir encargado de mis asuntos allá adonde vas?

—Agradezco su confianza, don Pedro. La agradezco sinceramente. Aunque hago la salvedad de que me será imposible. Ciertas irregularidades… Digamos… Testimonios que nadie sino usted debe conocer. Pueden prestarse a malos manejos en caso de llegar a caer en otras manos. Lo más seguro es que estén con usted.

—Dices bien, Gerardo. Déjalos aquí. Los quemaré. Con papeles o sin ellos, ¿quién me puede discutir la propiedad de lo que tengo?

—Indudablemente nadie, don Pedro. Nadie. Con su permiso.

—Ve con Dios, Gerardo.

—¿Qué dijo usted?

—Digo que Dios te acompañe.

El licenciado Gerardo Trujillo salió despacio. Estaba ya viejo; pero no para dar esos pasos tan cortos, tan sin ganas. La verdad es que esperaba una recompensa. Había servido a don Lucas, que en paz descanse, padre de don Pedro; después a don Pedro, y todavía; luego a Miguel, hijo de don Pedro. La verdad es que esperaba una compensación. Una retribución grande y valiosa. Le había dicho a su mujer:

—Voy a despedirme de don Pedro. Sé que me gratificará. Estoy por decir que con el dinero que él me dé nos estableceremos bien en Sayula y viviremos holgadamente el resto de nuestros días.

Pero ¿por qué las mujeres siempre tienen una duda? ¿Reciben avisos del cielo, o qué?

Ella no estuvo segura de que consiguiera algo:

—Tendrás que trabajar muy duro allá para levantar cabeza. De aquí no sacarás nada.

—¿Por qué lo dices?

—Lo sé.

Siguió andando hacia la puerta, atento a cualquier llamado: «¡Ey, Gerardo! Lo preocupado que estoy no me ha permitido pensar en ti. Pero yo debo favores que no se pagan con dinero. Recibe esto: es un regalo insignificante».

Pero el llamado no vino. Cruzó la puerta y desanudó el bozal con que su caballo estaba amarrado al horcón. Subió a la silla y, al paso, tratando de no alejarse mucho para oír si lo llamaban, caminó hacia Comala sin desviarse del camino. Cuando vio que la Media Luna se perdía detrás de él, pensó: «Sería mucho rebajarme si le pidiera un préstamo».

 

—Don Pedro, he regresado, pues no estoy satisfecho conmigo mismo. Gustoso seguiré llevando sus asuntos.

Lo dijo, sentado nuevamente en el despacho de Pedro Páramo, donde había estado no hacía ni media hora.

—Está bien, Gerardo. Allí están los papeles, donde tú los dejaste.

—Desearía también… Los gastos… El traslado… Un mínimo adelanto de honorarios… Algo extra, por si usted lo tiene a bien.

—¿Quinientos?

—¿No podría ser un poco, digamos, un poquito más?

—¿Te conformas con mil?

—¿Y si fueran cinco?

—¿Cinco qué? ¿Cinco mil pesos? No los tengo. Tú bien sabes que todo está invertido. Tierras, animales. Tú lo sabes. Llévate mil. No creo que necesites más.

Se quedó meditando. La cabeza caída. Oía el tintineo de los pesos sobre el escritorio donde Pedro Páramo contaba el dinero. Se acordaba de don Lucas, que siempre le quedó a deber sus honorarios. De don Pedro, que hizo cuenta nueva. De Miguel su hijo: ¡cuántos bochornos le había dado ese muchacho!

Lo libró de la cárcel cuando menos unas quince veces, cuando no hayan sido más. Y el asesinato que cometió con aquel hombre, ¿cómo se apellidaba? Rentería, eso es. El muerto llamado Rentería, al que le pusieron una pistola en la mano. Lo asustado que estaba el Miguelito, aunque después le diera risa. Eso nomás ¿cuánto le hubiera costado a don Pedro si las cosas hubieran ido hasta allá, hasta lo legal? Y lo de las violaciones ¿qué? Cuántas veces él tuvo que sacar de su misma bolsa el dinero para que ellas le echaran tierra al asunto: «¡Date de buenas que vas a tener un hijo güerito!», les decía.

—Aquí tienes, Gerardo. Cuídalos muy bien, porque no retoñan.

Y él, que todavía estaba en sus cavilaciones, respondió:

—Sí, tampoco los muertos retoñan —y agregó—: Desgraciadamente.

 

Faltaba mucho para el amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso. Estuvo un rato allí desfigurada, sin dar ninguna luz, y después fue a esconderse detrás de los cerros.

Lejos, perdido en la oscuridad, se oía el bramido de los toros.

«Esos animales nunca duermen —dijo Damiana Cisneros—. Nunca duermen. Son como el diablo, que siempre anda buscando almas para llevárselas al infierno».

Se dio vuelta en la cama, acercando la cara a la pared. Entonces oyó los golpes.

Detuvo la respiración y abrió los ojos. Volvió a oír tres golpes secos, como si alguien tocara con los nudos de la mano en la pared. No aquí, junto a ella, sino más lejos; pero en la misma pared.

«¡Válgame! Si no serán los tres toques de San Pascual Bailón, que viene a avisarle a algún devoto suyo que ha llegado la hora de su muerte».

Y como ella había perdido el novenario desde hacía tiempo, a causa de sus reumas, no se preocupó; pero le entró miedo y, más que miedo, curiosidad.

Se levantó del catre sin hacer ruido y se asomó a la ventana.

Los campos estaban negros. Sin embargo, lo conocía tan bien, que vio cuándo el cuerpo enorme de Pedro Páramo se columpiaba sobre la ventana de la chacha Margarita.

—¡Ah, qué don Pedro! —dijo Damiana—. No se le quita lo gatero. Lo que no entiendo es por qué le gusta hacer las cosas tan escondidas; con habérmelo avisado, yo le hubiera dicho a la Margarita que el patrón la necesitaba para esta noche, y él no hubiera tenido ni la molestia de levantarse de su cama.

Cerró la ventana al oír el bramido de los toros. Se echó sobre el catre cobijándose hasta las orejas, y luego se puso a pensar en lo que le estaría pasando a la chacha Margarita.

Más tarde tuvo que quitarse el camisón porque la noche comenzó a ponerse calurosa…

—¡Damiana! —oyó.

Entonces ella era muchacha.

—¡Ábreme la puerta, Damiana!

Le temblaba el corazón como si fuera un sapo brincándole entre las costillas.

—Pero ¿para qué, patrón?

—¡Ábreme, Damiana!

—Pero si ya estoy dormida, patrón.

Después sintió que don Pedro se iba por los largos corredores, dando aquellos zapatazos que sabía dar cuando estaba corajudo.

A la noche siguiente, ella, para evitar el disgusto, dejó la puerta entornada y hasta se desnudó para que él no encontrara dificultades.

Pero Pedro Páramo jamás regresó con ella.

Por eso ahora, cuando era la caporala de todas las sirvientas de la Media Luna, por haberse dado a respetar, ahora, que estaba ya vieja, todavía pensaba en aquella noche cuando el patrón le dijo:

«¡Ábreme la puerta, Damiana!».

Y se acostó pensando en lo feliz que sería a estas horas la chacha Margarita.

Después volvió a oír otros golpes; pero contra la puerta grande, como si la estuvieran aporreando a culatazos.

Otra vez abrió la ventana y se asomó a la noche. No veía nada; aunque le pareció que la tierra estaba llena de hervores, como cuando ha llovido y se enchina de gusanos.

Sentía que se levantaba algo así como el calor de muchos hombres. Oyó el croar de las ranas; los grillos; la noche quieta del tiempo de aguas. Luego volvió a oír los culatazos aporreando la puerta.

Una lámpara regó su luz sobre la cara de algunos hombres. Después se apagó.

«Son cosas que a mí no me interesan», dijo Damiana Cisneros, y cerró la ventana.

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