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Juan Rulfo

"Pedro Páramo"

Biografía de Juan Rulfo en Wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 

Pedro Páramo

(Continuación)

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Fue Fulgor Sedano quien le dijo:

—Patrón, ¿sabe quién anda por aquí?

—¿Quién?

—Bartolomé San Juan.

—¿Y eso?

—Eso es lo que yo me pregunto. ¿Qué vendrá a hacer?

—¿No lo has investigado?

—No. Vale decirlo. Y es que no ha buscado casa. Llegó directamente a la antigua casa de usted. Allí desmontó y apeó sus maletas, como si usted de antemano se la hubiera alquilado. Al menos le vi esa seguridad.

—¿Y qué haces tú, Fulgor, que no averiguas lo que pasa? ¿No estás para eso?

—Me desorienté un poco por lo que le dije. Pero mañana aclararé las cosas si usted lo cree necesario.

—Lo de mañana déjamelo a mí. Yo me encargó de ellos. ¿Han venido los dos?

—Sí, él y su mujer. ¿Pero cómo lo sabe?

—¿No será su hija?

—Pues por el modo como la trata más bien parece su mujer.

—Vete a dormir, Fulgor.

—Si usted me lo permite.

 

«Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti. ¿Cuántas veces invité a tu padre a que viniera a vivir aquí nuevamente, diciéndole que yo lo necesitaba? Lo hice hasta con engaños.

»Le ofrecí nombrarlo administrador, con tal de volverte a ver. ¿Y qué me contestó? “No hay respuesta —me decía siempre el mandadero—. El señor don Bartolomé rompe sus cartas cuando yo se las entrego”. Pero por el muchacho supe que te habías casado y pronto me enteré que te habías quedado viuda y le hacías otra vez compañía a tu padre.

Luego el silencio.

»El mandadero iba y venía y siempre regresaba diciéndome:

»—No los encuentro, don Pedro. Me dicen que salieron de Mascota. Y unos me dicen que para acá y otros que para allá.

»Y yo:

»—No repares en gastos, búscalos. Ni que se los haya tragado la tierra.

»Hasta que un día vino y me dijo:

»—He repasado toda la sierra indagando el rincón donde se esconde don Bartolomé San Juan, hasta que he dado con él, allá, perdido en un agujero de los montes, viviendo en una covacha hecha de troncos, en el mero lugar donde están las minas abandonadas de La Andrómeda.

»Ya para entonces soplaban vientos raros. Se decía que había gente levantada en armas. Nos llegaban rumores. Eso fue lo que aventó a tu padre por aquí. No por él, según me dijo en su carta, sino por tu seguridad, quería traerte a algún lugar viviente.

»Sentí que se abría el cielo. Tuve ánimos de correr hacia ti. De rodearte de alegría. De llorar. Y lloré, Susana, cuando supe que al fin regresarías».

 

—Hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber un poco de aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Éste es uno de esos pueblos, Susana.

»Allá, de donde venimos ahora, al menos te entretenías mirando el nacimiento de las cosas: nubes y pájaros, el musgo, ¿te acuerdas? Aquí en cambio no sentirás sino ese olor amarillo y acedo que parece destilar por todas partes. Y es que éste es un pueblo desdichado; untado todo de desdicha.

»Él nos ha pedido que volvamos. Nos ha prestado su casa. Nos ha dado todo lo que podamos necesitar. Pero no debemos estarle agradecidos. Somos infortunados por estar aquí, porque aquí no tendremos salvación ninguna. Lo presiento.

»¿Sabes qué me ha pedido Pedro Páramo? Yo ya me imaginaba que esto que nos daba no era gratuito. Y estaba dispuesto a que se cobrara con mi trabajo, ya que teníamos que pagar de algún modo. Le detallé todo lo referente a La Andrómeda y le hice ver que aquello tenía posibilidades, trabajándola con método. ¿Y sabes qué me contestó? “No me interesa su mina, Bartolomé San Juan. Lo único que quiero de usted es a su hija. Ése ha sido su mejor trabajo”.

»Así que te quiere a ti, Susana. Dice que jugabas con él cuando eran niños. Que ya te conoce. Que llegaron a bañarse juntos en el río cuando eran niños. Yo no lo supe; de haberlo sabido te habría matado a cintarazos.

—No lo dudo.

—¿Fuiste tú la que dijiste: no lo dudo?

—Yo lo dije.

—¿De manera que estás dispuesta a acostarte con él?

—Sí, Bartolomé.

—¿No sabes que es casado y que ha tenido infinidad de mujeres?

—Sí, Bartolomé.

—No me digas Bartolomé. ¡Soy tu padre!

Bartolomé San Juan, un minero muerto. Susana San Juan, hija de un minero muerto en las minas de La Andrómeda. Veía claro. «Tendré que ir allá a morir», pensó. Luego dijo:

—Le he dicho que tú, aunque viuda, sigues viviendo con tu marido, o al menos así te comportas; he tratado de disuadirlo, pero se le hace torva la mirada cuando yo le hablo, y en cuanto sale a relucir tu nombre, cierra los ojos. Es, según yo sé, la pura maldad. Eso es Pedro Páramo.

—¿Y yo quién soy?

—Tú eres mi hija. Mía. Hija de Bartolomé San Juan.

En la mente de Susana San Juan comenzaron a caminar las ideas, primero lentamente, luego se detuvieron, para después echar a correr de tal modo que no alcanzó sino a decir:

—No es cierto. No es cierto.

—Este mundo, que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá, deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma? Tu madre decía que cuando menos nos queda la caridad de Dios. Y tú la niegas, Susana. ¿Por qué me niegas a mí como tu padre? ¿Estás loca?

—¿No lo sabías?

—¿Estás loca?

—Claro que sí, Bartolomé. ¿No lo sabías?

 

—¿Sabías, Fulgor, que ésa es la mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra? Llegué a creer que la había perdido para siempre. Pero ahora no tengo ganas de volverla a perder. ¿Tú me entiendes, Fulgor? Dile a su padre que vaya a seguir explotando sus minas. Y allá… me imagino que será fácil desaparecer al viejo en aquellas regiones adonde nadie va nunca. ¿No lo crees?

—Puede ser.

—Necesitamos que sea. Ella tiene que quedarse huérfana. Estamos obligados a amparar a alguien. ¿No crees tú?

—No lo veo difícil.

—Entonces andando, Fulgor, andando.

—¿Y si ella lo llega a saber?

—¿Quién se lo dirá? A ver, dime, aquí entre nosotros dos, ¿quién se lo dirá?

—Estoy seguro que nadie.

—Quítale el «estoy seguro que». Quítaselo desde ahorita y ya verás como todo sale bien. Acuérdate del trabajo que dio dar con La Andrómeda. Mándalo para allá a seguir trabajando. Que vaya y vuelva. Nada de que se le ocurra acarrear con la hija. Ésa aquí se la cuidamos. Allá estará su trabajo y aquí su casa adonde venga a reconocer. Díselo así, Fulgor.

—Me vuelve a gustar cómo acciona usted, patrón, como que se le están rejuveneciendo los ánimos.

 

Sobre los campos del valle de Comala está cayendo la lluvia. Una lluvia menuda, extraña para estas tierras que sólo saben de aguaceros. Es domingo. De Apango han bajado los indios con sus rosarios de manzanillas, su romero, sus manojos de tomillo. No han traído ocote porque el ocote está mojado, y ni tierra de encino porque también está mojada por el mucho llover. Tienden sus yerbas en el suelo, bajo los arcos del portal, y esperan.

La lluvia sigue cayendo sobre los charcos.

Entre los surcos, donde está naciendo el maíz, corre el agua en ríos. Los hombres no han venido hoy al mercado, ocupados en romper los surcos para que el agua busque nuevos cauces y no arrastre la milpa tierna. Andan en grupos, navegando, en la tierra anegada, bajo la lluvia, quebrando con sus palas los blandos terrones, ligando con sus manos la milpa y tratando de protegerla para que crezca sin trabajo.

Los indios esperan. Sienten que es un mal día. Quizá por eso tiemblan debajo de sus mojados «gabanes» de paja; no de frío, sino de temor. Y miran la lluvia desmenuzada y al cielo que no suelta sus nubes.

Nadie viene. El pueblo parece estar solo. La mujer les encargó un poco de hilo de remiendo y algo de azúcar, y de ser posible y de haber, un cedazo para colar el atole. El «gabán» se les hace pesado de humedad conforme se acerca el mediodía. Platican, se cuentan chistes y sueltan la risa. Las manzanillas brillan salpicadas por el rocío. Piensan:

«Si al menos hubiéramos traído tantito pulque, no importaría; pero el cogollo de los magueyes está hecho un mar de agua. En fin, qué se le va a hacer».

Justina Díaz, cubierta con paraguas, venía por la calle derecha que viene de la Media Luna, rodeando los chorros que borbotaban sobre las banquetas. Hizo la señal de la cruz y se persignó al pasar por la puerta de la iglesia mayor. Entró en el portal. Los indios voltearon a verla. Vio la mirada de todos como si la escudriñaran. Se detuvo en el primer puesto, compró diez centavos de hojas de romero, y regresó, seguida por las miradas en hilera de aquel montón de indios.

«Lo caro que está todo en este tiempo —dijo, al tomar de nuevo el camino hacia la Media Luna—. Este triste ramito de romero por diez centavos. No alcanzará ni siquiera para dar olor».

Los indios levantaron sus puestos al oscurecer. Entraron en la lluvia con sus pesados tercios a la espalda; pasaron por la iglesia para rezarle a la Virgen, dejándole un manojo de tomillo de limosna. Luego enderezaron hacia Apango, de donde habían venido. «Ahí será otro día», dijeron. Y por el camino iban contándose chistes y soltando la risa.

Justina Díaz entró en el dormitorio de Susana San Juan y puso el romero sobre la repisa. Las cortinas cerradas impedían el paso de la luz, así que en aquella oscuridad sólo veía las sombras, sólo adivinaba. Supuso que Susana San Juan estaría dormida; ella deseaba que siempre estuviera dormida. La sintió así y se alegró. Pero entonces oyó un suspiro lejano, como salido de algún rincón de aquella pieza oscura.

—¡Justina! —le dijeron.

Ella volvió la cabeza. No vio a nadie; pero sintió una mano sobre su hombro y la respiración en sus oídos. La voz en secreto: «Vete de aquí, Justina. Arregla tus enseres y vete. Ya no te necesitamos».

—Ella sí me necesita —dijo, enderezando el cuerpo—. Está enferma y me necesita.

—Ya no, Justina. Yo me quedaré aquí a cuidarla.

—¿Es usted, don Bartolomé? —y no esperó la respuesta. Lanzó aquel grito que bajó hasta los hombres y las mujeres que regresaban de los campos y que los hizo decir: «Parece ser un aullido humano; pero no parece ser de ningún ser humano».

La lluvia amortigua los ruidos. Se sigue oyendo aún después de todo, granizando sus gotas, hilvanando el hilo de la vida.

—¿Qué te pasa, Justina? ¿Por qué gritas? —preguntó Susana San Juan.

—Yo no he gritado. Has de haber estado soñando.

—Ya te he dicho que yo no sueño nunca. No tienes consideración de mí. Estoy muy desvelada. Anoche no echaste fuera al gato y no me dejó dormir.

—Durmió conmigo, entre mis piernas. Estaba ensopado y por lástima lo dejé quedarse en mi cama; pero no hizo ruido.

—No, ruido ni hizo. Sólo se la pasó haciendo circo, brincando de mis pies a mi cabeza, y maullando quedito como si tuviera hambre.

—Le di bien de comer y no se despegó de mí en toda la noche. Estás otra vez soñando mentiras, Susana.

—Te digo que pasó la noche asustándome con sus brincos. Y aunque sea muy cariñoso tu gato, no lo quiero cuando estoy dormida.

—Ves visiones, Susana. Eso es lo que pasa. Cuando venga Pedro Páramo le diré que ya no te aguanto. Le diré que me voy. No faltará gente buena que me dé trabajo. No todos son maniáticos como tú, ni se viven mortificándola a una como tú. Mañana me iré y me llevaré el gato y te quedarás tranquila.

—No te irás de aquí, maldita y condenada Justina. No te irás a ninguna parte porque nunca encontrarás quien te quiera como yo.

—No, no me iré, Susana. No me iré. Bien sabes que estoy aquí para cuidarte. No importa que me hagas renegar, te cuidaré siempre.

La había cuidado desde que nació. La había tenido en sus brazos. La había enseñado a andar. A dar aquellos pasos que a ella le parecían eternos. Había visto crecer su boca y sus ojos «como de dulce». «El dulce de menta es azul. Amarillo y azul. Verde y azul. Revuelto con menta y yerbabuena». Le mordía las piernas. La entretenía dándole de mamar sus senos, que no tenían nada, que eran como de juguete. «Juega —le decía—, juega con este juguetito tuyo». La hubiera apachurrado y hecho pedazos.

Allá afuera se oía el caer de la lluvia sobre las hojas de los plátanos, se sentía como si el agua hirviera sobre el agua estancada en la tierra.

Las sábanas estaban frías de humedad. Los caños borbotaban, hacían espuma, cansados de trabajar durante el día, durante la noche, durante el día. El agua seguía corriendo, diluviando en incesantes burbujas.

 

 

Era la medianoche y allá afuera el ruido del agua apagaba todos los sonidos.

Susana San Juan se levantó despacio. Enderezó el cuerpo lentamente y se alejó de la cama. Allí estaba otra vez el peso, en sus pies, caminando por la orilla de su cuerpo; tratando de encontrarle la cara:

—¿Eres tú, Bartolomé? —preguntó.

Le pareció oír rechinar la puerta, como cuando alguien entraba o salía. Y después sólo la lluvia, intermitente, fría, rodando sobre las hojas de los plátanos, hirviendo en su propio hervor.

Se durmió y no despertó hasta que la luz alumbró los ladrillos rojos, asperjados de rocío entre la gris mañana de un nuevo día. Gritó:

—¡Justina!

Y ella apareció en seguida, como si ya hubiera estado allí, envolviendo su cuerpo en una frazada.

—¿Qué quieres, Susana?

—El gato. Otra vez ha venido.

—Pobrecita de ti, Susana.

Se recostó sobre su pecho, abrazándola, hasta que ella logró levantar aquella cabeza y le preguntó:

—¿Por qué lloras? Le diré a Pedro Páramo que eres buena conmigo. No le contaré nada de los sustos que me da tu gato. No te pongas así, Justina.

—Tu padre ha muerto, Susana. Antenoche murió, y hoy han venido a decir que nada se puede hacer; que ya lo enterraron; que no lo han podido traer aquí porque el camino era muy largo. Te has quedado sola, Susana.

—Entonces era él —y sonrió—. Viniste a despedirte de mí — dijo, y sonrió.

 

 

Muchos años antes, cuando ella era una niña, él le había dicho:

—Baja, Susana, y dime lo que ves.

Estaba colgada de aquella soga que le lastimaba la cintura, que le sangraba sus manos; pero que no quería soltar: era como el único hilo que la sostenía al mundo de afuera.

—No veo nada, papá.

—Busca bien, Susana. Haz por encontrar algo.

Y la alumbró con su lámpara.

—No veo nada, papá.

—Te bajaré más. Avísame cuando estés en el suelo.

Había entrado por un pequeño agujero abierto entre las tablas. Había caminado sobre tablones podridos, viejos, astillados y llenos de tierra pegajosa:

—Baja más abajo, Susana, y encontrarás lo que te digo.

Y ella bajó y bajó en columpio, meciéndose en la profundidad, con sus pies bamboleando en el «no encuentro dónde poner los pies».

—Más abajo, Susana. Más abajo. Dime si ves algo.

Y cuando encontró el apoyo allí permaneció, callada, porque se enmudeció de miedo. La lámpara circulaba y la luz pasaba de largo junto a ella. Y el grito de allá arriba la estremecía:

—¡Dame lo que está allí, Susana!

Y ella agarró la calavera entre sus manos y cuando la luz le dio de lleno la soltó.

—Es una calavera de muerto —dijo.

—Debes encontrar algo más junto a ella. Dame todo lo que encuentres.

El cadáver se deshizo en canillas; la quijada se desprendió como si fuera de azúcar. Le fue dando pedazo a pedazo hasta que llegó a los dedos de los pies y le entregó coyuntura tras coyuntura. Y la calavera primero; aquella bola redonda que se deshizo entre sus manos.

—Busca algo más, Susana. Dinero. Ruedas redondas de oro. Búscalas, Susana.

Entonces ella no supo de ella, sino muchos días después entre el hielo, entre las miradas llenas de hielo de su padre.

Por eso reía ahora.

—Supe que eras tú, Bartolomé.

Y la pobre de Justina, que lloraba sobre su corazón, tuvo que levantarse al ver que ella reía y que su risa se convertía en carcajada.

Afuera seguía lloviendo. Los indios se habían ido. Era lunes y el valle de Comala seguía anegándose en lluvia.

 

Los vientos siguieron soplando todos esos días. Esos vientos que habían traído las lluvias. La lluvia se había ido; pero el viento se quedó. Allá en los campos la milpa oreó sus hojas y se acostó sobre los surcos para defenderse del viento. De día era pasadero; retorcía las yedras y hacía crujir las tejas en los tejados; pero de noche gemía, gemía largamente. Pabellones de nubes pasaban en silencio por el cielo como si caminaran rozando la tierra.

Susana San Juan oye el golpe del viento contra la ventana cerrada. Está acostada con los brazos detrás de la cabeza, pensando, oyendo los ruidos de la noche; cómo la noche va y viene arrastrada por el soplo del viento sin quietud. Luego el seco detenerse.

Han abierto la puerta. Una racha de aire apaga la lámpara. Ve la oscuridad y entonces deja de pensar. Siente pequeños susurros. En seguida oye el percutir de su corazón en palpitaciones desiguales. Al través de sus párpados cerrados entrevé la llama de la luz.

No abre los ojos. El cabello está derramado sobre su cara. La luz enciende gotas de sudor en sus labios. Pregunta:

—¿Eres tú, padre?

—Soy tu padre, hija mía.

Entreabre los ojos. Mira como si cruzara sus cabellos una sombra sobre el techo, con la cabeza encima de su cara. Y la figura borrosa de aquí enfrente, detrás de la lluvia de sus pestañas. Una luz difusa; una luz en el lugar del corazón, en forma de corazón pequeño que palpita como llama parpadeante. «Se te está muriendo el corazón —piensa—. Ya sé que vienes a contarme que murió Florencio; pero eso ya lo sé. No te aflijas por los demás; no te apures por mí. Yo tengo guardado mi dolor en un lugar seguro. No dejes que se te apague el corazón».

Enderezó el cuerpo y lo arrastró hasta donde estaba el padre Rentería.

—¡Déjame consolarte con mi desconsuelo! —dijo, protegiendo la llama de la vela con sus manos.

El padre Rentería la dejó acercarse a él; la miró cercar con sus manos la vela encendida y luego juntar su cara al pabilo inflamado, hasta que el olor a carne chamuscada lo obligó a sacudirla, apagándola de un soplo.

Entonces volvió la oscuridad y ella corrió a refugiarse debajo de sus sábanas.

El padre Rentería le dijo:

—He venido a confortarte, hija.

—Entonces adiós, padre —contestó ella—. No vuelvas. No te necesito.

Y oyó cuando se alejaban los pasos que siempre le dejaban una sensación de frío, de temblor y miedo.

—¿Para qué vienes a verme, si estás muerto?

El padre Rentería cerró la puerta y salió al aire de la noche.

El viento seguía soplando.

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