Biografía de Juan Rulfo en Wikipedia | |
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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo) |
Pedro Páramo (Continuación) |
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Al amanecer, gruesas gotas de lluvia cayeron sobre la tierra. Sonaban huecas al estamparse en el polvo blando y suelto de los surcos. Un pájaro burlón cruzó a ras del suelo y gimió imitando el quejido de un niño; más allá se le oyó dar un gemido como de cansancio, y todavía más lejos, por donde comenzaba a abrirse el horizonte, soltó un hipo y luego una risotada, para volver a gemir después. Fulgor Sedano sintió el olor de la tierra y se asomó a ver cómo la lluvia desfloraba los surcos. Sus ojos pequeños se alegraron. Dio hasta tres bocanadas de aquel sabor y sonrió hasta enseñar los dientes. «¡Vaya! —dijo—. Otro buen año se nos echa encima». Y añadió: «Ven, agüita, ven. ¡Déjate caer hasta que te canses! Después córrete para allá, acuérdate que hemos abierto a la labor toda la tierra, nomás para que te des gusto». Y soltó la risa. El pájaro burlón que regresaba de recorrer los campos pasó casi frente a él y gimió con un gemido desgarrado. El agua apretó su lluvia hasta que allá, por donde comenzaba a amanecer, se cerró el cielo y pareció que la oscuridad, que ya se iba, regresaba. La puerta grande de la Media Luna rechinó al abrirse, remojada por la brisa. Fueron saliendo primero dos, luego otros dos, después otros dos y así hasta doscientos hombres a caballo que se desparramaron por los campos lluviosos. —Hay que aventar el ganado de Enmedio más allá de lo que fue Estagua, y el de Estagua córranlo para los cerros de Vilmayo —les iba ordenando Fulgor Sedano conforme salían—. ¡Y apriétenle, que se nos vienen encima las aguas! Lo dijo tantas veces, que ya los últimos sólo oyeron: «De aquí para allá y de allá para más allá». Todos y cada uno se llevaban la mano al sombrero para darle a entender que ya habían entendido. Y apenas había acabado de salir el último hombre, cuando entró a todo galope Miguel Páramo, quien, sin detener su carrera, se apeó del caballo casi en las narices de Fulgor, dejando que el caballo buscara solo su pesebre. —¿De dónde vienes a estas horas, muchacho? —Vengo de ordeñar. —¿A quién? —¿A que no lo adivinas? —Ha de ser a Dorotea la Cuarraca. Es a la única que le gustan los bebés. —Eres un imbécil, Fulgor; pero no tienes tú la culpa. Y se fue, sin quitarse las espuelas, a que le dieran de almorzar. En la cocina, Damiana Cisneros también le hizo la misma pregunta: —Pero ¿de dónde llegas, Miguel? —De por ahí, de visitar madres. —No quiero que te enojes. Disimúlalo. ¿Cómo se te hacen los huevos? —Como a ti te gusten. —Te estoy hablando de buen modo, Miguel. —Lo entiendo, Damiana. No te preocupes. Oye, ¿tú conoces a una tal Dorotea, apodada la Cuarraca? —Sí. Y si tú la quieres ver, allí está afuerita. Siempre madruga para venir aquí por su desayuno. Es una que trae un molote en su rebozo y lo arrulla diciendo que es su crío. Parecer ser que le sucedió alguna desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó. Vive de limosna. —¡Maldito viejo! Le voy a jugar una mala pasada que hasta le harán remolino los ojos. Después se quedó pensando si aquella mujer no le serviría para algo. Y sin dudarlo más fue hacia la puerta trasera de la cocina y llamó a Dorotea: —Ven para acá, te voy a proponer un trato —le dijo. Y quién sabe qué clase de proposiciones le haría, lo cierto es que cuando entró de nuevo se frotaba las manos: —¡Vengan esos huevos! —le gritó a Damiana. Y agregó—: De hoy en adelante le darás de comer a esa mujer lo mismo que a mí, no le hace que se te ampolle el codo. Mientras tanto, Fulgor Sedano se fue hasta las trojes a revisar la altura del maíz. Le preocupaba la merma porque aún tardaría la cosecha. A decir verdad, apenas si se había sembrado. «Quiero ver si nos alcanza». Luego añadió: «¡Ese muchacho! Igualito a su padre; pero comenzó demasiado pronto. A ese paso no creo que se logre. Se me olvidó mencionarle que ayer vinieron con la acusación de que había matado a uno. Si así sigue…». Suspiró y trató de imaginar en qué lugar irían ya los vaqueros. Pero lo distrajo el potrillo alazán de Miguel Páramo, que se rascaba los morros contra la barda. «Ni siquiera lo ha desensillado», pensó. «Ni lo hará. Al menos don Pedro es más consecuente con uno y tiene sus ratos de calma. Aunque consiente mucho a Miguel. Ayer le comuniqué lo que había hecho su hijo y me respondió: “Hazte a la idea de que fui yo, Fulgor; él es incapaz de hacer eso: no tiene todavía fuerza para matar a nadie. Para eso se necesita tener los riñones de este tamaño”. Puso sus manos así, como si midiera una calabaza. “La culpa de todo lo que él haga échamela a mí”». —Miguel le dará muchos dolores de cabeza, don Pedro. Le gusta la pendencia. —Déjalo moverse. Es apenas un niño. ¿Cuántos años cumplió? Tendrá diecisiete. ¿No, Fulgor? —Puede que sí. Recuerdo que se lo trajeron recién, apenas ayer; pero es tan violento y vive tan de prisa que a veces se me figura que va jugando carreras con el tiempo. Acabará por perder, ya lo verá usted. —Es todavía una criatura, Fulgor. —Será lo que usted diga, don Pedro; pero esa mujer que vino ayer a llorar aquí, alegando que el hijo de usted le había matado a su marido, estaba de a tiro desconsolada. Yo sé medir el desconsuelo, don Pedro. Y esa mujer lo cargaba por kilos. Le ofrecí cincuenta hectolitros de maíz para que se olvidara del asunto; pero no los quiso. Entonces le prometí que corregiríamos el daño de algún modo. No se conformó. —¿De quién se trataba? —Es gente que no conozco. —No tienes pues por qué apurarte, Fulgor. Esa gente no existe. Llegó a las trojes y sintió el calor del maíz. Tomó en sus manos un puñado para ver si no lo había alcanzado el gorgojo. Midió la altura: «Rendirá —dijo—. En cuanto crezca el pasto ya no vamos a requerir darle maíz al ganado. Hay de sobra». De regreso miró al cielo lleno de nubes. «Tendremos agua para un buen rato». Y se olvidó de todo lo demás. |
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