Libró la última fingida voz en el aire, echó la sombra su párpado negro a la última luz, y el inmenso edificio del teatro cerró todas sus puertas y recobró su aspecto de quietud.
Allá adentro, sin embargo, donde en confusión extraña desfilaron disfraces y capuchones lujosos, se cruzan todavía la ráfaga de perfume aún no extinguido, el calor de cuerpo de mujer grato y suave, la tibia emanación de la camelia, el rastro fragante que dejó en los aires el rizo dorado como un incensario de oro, y la profusión de removidos átomos que libran su batalla en la sombra.
—«Yo estuve posado durante el baile—canta uno de los átomos con voz casi imperceptible— sobre el encaje que rodeó un seno blanquísimo. A la orla donde me agarraba para ver aquella tumultuosa agitación de nieve, fueron prendidos todos los ojos de la fiesta. Era una estatua soberbia, una obra de cincel ejecutada en carne humana, la figura que me hacía temblar en el oleaje de su pecho. Tenían sus ojos la misteriosa atracción que da la naturaleza a los cuerpos; sus labios asomaban bajo el negro antifaz como una sanguínea amapola-, de sus dientes caía un raudal de risa, de gotas frescas y brillantes. La juventud hacíale coro como a la exuberante encarnación de la vida. Era la triunfadora Lujuria que paseaba sus formas de diosa y arrancaba una vibración a las almas.»
—«Yo—cantó otro de los átomos con susurro levísimo—me posé en la blanca corona de una virgen que acudió al baile a presenciar un nuevo horizonte de la vida. El cuadro magnífico producíale estremecimientos de júbilo y le dibujaba bellas y profanas visiones. Iba tras este símbolo de la Pureza con paso cauteloso la asechanza, que anhelaba urdir una trama con el hilo dorado de la fiesta. Me levantó de la corona el abanico de concha y plumas de una empolvada dama del siglo XVIII, y cuando, después de flotar largo espacio, volví a posarme en la diadema de la virgen, las flores de azahar, blancas y puras, se habían deshojado y habían caída como lágrimas al suelo.»
Otro átomo cantó rodando entre el torbellino de las moléculas:
—«Yo reposé en la solapa de un artista que acudió a ver el soberano triunfo de la luz destellando en el hermoso cuadro y cayendo en cascadas pálidas de los ramajes de bombas colgados a las techumbres y a los muros.
»Los arcos voltaicos dejáronle oir su pulsación sublime y desplegaban ante sus ojos glorias de rayos y claridad a torrentes.
»El raso coronado de esplendores, la seda crugiente que parece entonar el suave himno de la elegancia, el rielar de los diamantes y de las piedras, las cascadas de rizos cayendo en espaldas marmóreas, la flotación de puntos de luz que hacen del aire una deslumbradora atmósfera de oro, y el mariposeo de ojos, labios, colores y figuras, llevaron a su fantasía la visión colorista y audaz que después habrá de trasladar a la espléndida página del libro. Era el Arte que. bañaba en luz ofuscadora y nueva su pupila.»
— «Sobre la seda brillante de una túnica— vibra otra imperceptible molécula—fui arrastrada entre locas escenas de Prostitución. Aprendí nombres de mujeres que el diamante de los aventureros escribió en las radiosas lunas de los espejos dentro de los tugurios elegantes. Oí un idioma brutal, lleno de vida y vibraciones, con palabras calientes como trozos de carne humana, de las cuales chorreaba el colodo de las tabernas y de las plazas. El traje manchaba su dignidad de túnica con la jerga de la canalla; y en vez de oir la, eufónica lengua griega en que hablaron Sófocles y Esquilo, se llamaba de salpicones de inmundicia como de barro la deslumbradora ala del cisne.»
Un nuevo átomo agregó a la original canción de las moléculas:
—«Yo me adherí a la gallarda espalda de un galán que perseguía a mujer casada y hermosa. Él seguía como un imán su belleza, y el esposo seguía con paso cauteloso al galán. Incrustado en la espalda de éste, yo veía la cara de cólera del vengador y sus ojos destilando rabia y veneno. De pronto se acerca el enamorado a la dama, se precipita el esposo entre ambos, veo un bastón que se eleva, un brazo que cae, siento un golpe tremendo que me sacude, y me lanzo flotando al espacio para reírme del cómico sainete.»
Al llegar a este punto los átomos, el día clareó en el cielo y replegó hacia no se sabe qué abismos la balumba de fantasmas de la noche.
Un destello del día atravesó por un tragaluz, borró los restos de sombras que aún dormían en los ángulos, iluminó la soledad del recinta y fue a apoyarse con fantástico silencio en la carnavalesca faz de una cariátide...
Fuente: El Álbum Ibero americano. Madrid, 10 de enero de 1894 |