Al volver cierto día a su casa, un padre cariñoso dio a cada uno de sus peqqueños hijos una moneda de diez centavos, ofreciendo un precioso regalo al que mejor empleara su modesto tesoro.
Llenos de alegría los niños con aquél obsequio, se alejaron gozosos, expresando su placer en sus gritos y en sus risas infantiles.
Durante algunas horas recorrieron las calles de la ciudad, deteniéndose embelesados ante los lujosos aparadores de tiendas y dulcerías y después de su agradable paseo regresaron contentos al hogar, donde los aguardaban las caricias maternales.
Cuando la tarde declinaba, el amoroso padre los reunió en el jardín para que le dieran cuenta del uso que habían hecho de su fortuna.
—Yo, dijo el mas pequeño, he comprado dulces deliciosos y los he comido todos, pensando en que eres tú muy bueno y en que nos quieres mucho.
— Es natural en tu edad, hijo mio, que solo pienses en el placer de un momento, exclamó el padre; los años y la experiencia llegarán a hacerte al fin mas sabio y mas prudente.
—Yo, dijo el otro niño, he guardado cuidadosamente la moneda que me diste, con otras que ya tenia, para reunir mucho dinero y comprar mas tarde un hermoso vestido.
— Tú piensas en el porvenir, exclamó alborozado el padre; el buen juicio y la economía te harán al fin rico y dichoso.
Llegó su vez al mayor de los tres ni- ños; pero guardó silencio, bajando al suelo los ojos, ruborizado.
—¿Qué has hecho tú de tu tesoro?— le preguntó el padre severamente.
Conmovido el pobre niño, no se atrevía a contestar.
—Yo lo hé visto todo, dijo entonces la madre, estrechando al niño entre sus brazos y llenándole de caricias. Iba Enrique a comprar con su moneda un bellísimo e ingenioso juguete, cuando pasaron cerca de él algunos pobres niños huérfanos, tristes, enflaquecidos y cubiertos de harapos, pidiendo tímidamente una limosna por amor de Dios. Nuestro hijo, al verles, sintió sus ojos inundados de lágrimas, abandonó el juguete, y con su moneda compró pan que los pequeños mendigos comieron con ansiedad, bendiciéndole.
—Tuyo es el regalo, hijo mió, exclamó el padre; tú has empleado mejor que tus hermanos tu modesto tesoro. Más delicioso que el sabor de los dulces, más grande que el placer de llevar un hermoso vestido, es el gozo purísimo que deja en el corazón el recuerdo de una acción buena. Toma esta moneda de oro, recompensa justa de tu generoso proceder; haz buen uso de ella, y no olvides que Dios sonríe en el cielo cuando ve desarrollarse en el alma de los niños el sentimiento de la caridad. |