Entre las blancas caricias de las espumas, surcando velozmente el mar de un verde tenue, oleoso, nadan en grupo deslumbrador los sedosos y niveos hipoicampos, las crines sueltas y los ojos brillantes. En el cielo, de un suave icolor de zafirina, entre movedizas nieblas de oro, luce radiosa una clara luna primaveral, que deja en las inquietas aguas su fulgurante estela.
Piafan gozosos los corceles marinos al sentirse azotados por las turbulentas ondas; sus lustrosos flancos se adornan con irisadas e hirvientes grecas, que les dan un extraño y fantástico aspecto en medio de la tranquila sodemnidad de la alta noche.
¿Adonde va el bullidor rebaño levantando con su furioso galope diamantina polvareda? ¿A qué grandiosa conquista; a qué inaudita pesquería vuela presurosa la blanca lagión casqueada de oro y sujetando en la diestra el pesado e invencible arco, mientras la siniestra blande fieramente la maciza lanza?
Van muy lejos; más allá de esa isla solitaria y misteriosa que cierra como broche cabalístico el mágico horizonte, a la triunfal captura de seductoras nereidas. Y fue el legendario dios Océano, quien sacudiendo su antigua cabellera, blanqueada por los siglos, y haciendo fulgurar sus grandes ojos de incomparable esmeralda, les envió a tan peregrina expedición.
Al punto, ardiendo en fogosa impaciencia, apenas cubriendo las robustas espaldas por grises pieles de focas, lanzaron su grito de guerra y partieron animosos bajo el comando de un viejo tritón, cuya estruendosa trompa acallaba el resonante mugido de las olas.
Las nereidas, inviolables vírgenes de formas sonrosadas que cabalgan hechiceras sobre lucientes dorsos de mansos delfines, retozan en voluptuoso abandono sobre las diamantinas ondas; con dulces reflejos sugestivos brillan sus puros ojos de agua marina, mientras la azulada y graciosa cabellera, coquetamente prendido de corales y amatistas, encuadrando el artístico óvalo del rostro, recata los incitativos senos, carnudos y redondos. En las manos ostentan pequeños tridentes que destellan satánicos fulgores.
Siguen en bulliciosa gira aturdiendo el aire con sus locas carcajadas e inventando juegos atrevidos y refinados. Así apelotonadas en delicioso grupo, devorándose en ardientes besos, notan con perezosa lentitud, fingiendo gallarda fruta cogida en ignorados vergeles submarinos, en tanto que algunas de ellas, ávidas de emociones, palpitan al recibir la caricia de las olas. Sólo unas pocas, pálidas como rosas de te, se dejan llevar por la corriente, entregadas a éxtasis incomprensibles y desfallecientes los cuerpos por eróticos ensueños.
¿Cuál de ellas fue la que primero dió el grito de angustiosa alarma? Polydora, la más diestra en ejercicios de natación y la que mejor sabe domar a los rebeldes delfines. Entonces en aturdido tropel, temblando de espanto, las nereidas emprenden la fuga. Pero ya era tarde. Como una devastadora tromba, entre triunfales clamores, caen sobre ellas los rapaces hipocampos, sudorosos los fornidos torsos y llameantes las pupilas ante tantas carnes blancas, nerviosas y delicadas...
Y hubo gritos indescriptibles, llantos desgarradores y cuerpos convulsos que se retorcían desesperadamente bajo el musculoso brazo de los raptores. Unas cuantas, en sublime heroísmo, sacrificaron su vida a la honra, sumergiéndose intrépidas en el proceloso mar. Mientras tanto, a algunos metros de distancia, la altiiva Polydora lucha silenciosamente como una loba furiosa, procurando desgarrar la gruesa piel del monstruo que la tiene cogida por la cintura. Siente que las fuerzas la abandonan; unos instantes más y queda a merced del vencedor. Entonces una súbita idea brota en su mente enloqueciéndola y, rápidamente, antes de que nadie pueda detenerla, se arroja sobre la aguda y brillante lanza de su opresor, que se hunde suavemente en su tibio y sedoso flanco. Sangre muy roja, humeante aún, se escapa en copioso chorro de la profunda herida, y en tanto que el feroz hipocampo, mudo de espanto, remueve entre sus crispadas manos el pálido cuerpo de la virgen heroína, sus compañeros parten en ruidoso pelotón, sacudiendo orgullosos sus ásperas crines, agitando en lo alto sus delicados trofeos y lanzando a los vientos un formidable y prolongado relincho de victoria.
Publicado en "Biblioteca Internacional de Obras Famosas" Tomo XXV |