Don Francisco Orchell y Ferrer, insigne orientalista valenciano, catedrático de Lengua Hebrea en los Reales Estudios de San Isidro, de Madrid, allá por los años de 1820 a 1823, y arcediano mayor de Tortosa, tenía muchas virtudes y sólo tres vicios: el uso exagerado del tabaco en polvo, el desmedido amor al estudio y una grande afición a los buenos libros. Llegó a Madrid precedido de la excelente fama que había cobrado en la Universidad de Valencia como sabedor y enseñador del Hebreo; tuvo en la Corte discípulos tan ilustres como don Tomás González Carvajal, traductor de los Salmos, el obispo auxiliar señor Castrillo y el señor Giustiniani, nuncio de Su Santidad; su virtud y su saber le proporcionaron buenísimas amistades, y cuantos le trataban se deshacían en elogios del meritísimo anciano.
Mas no era todo el monte orégano: no faltaba quien, después de hacer un cumplido elogio de Orchell (simpático aun sin tratarle, por su alegre y vivaz fisonomía), bajase la voz y añadiese confidencialmente: "Pero..." Y en ese restrictivo pero terminaba el panegírico, si en el auditorio había alguna persona que no inspirase mucha confianza al panegirista.
Don Antonio María García Blanco, discípulo predilecto de Orchell, escuchó ese pero en diversas ocasiones y ardía en deseos de saber qué pero podía tener hombre tan virtuoso como su maestro. Inquirió aquí y allí, rogó acá y acullá que se le confiara el guardadísimo secreto, y, al cabo, un su amigo (creo que fue don Luis de Usoz, el cuáquero español, como le llamó muchos años después Menéndez y Pelayo) despejó la incógnita. "Pero hurta libros..., según dicen", dijo, atenuando la malévola imputación.
Al oír tal cosa García Blanco, que reverenciaba a Orchell, quedóse como la mujer de Loth, según la hipérbole bíblica, que hipérbole es y no otra cosa: hecho una estatua de sal. No le cabía en la cabeza que aquel hombre de bien a carta cabal fuese capaz de quebrantar el séptimo precepto del Decálogo. Y no ahí como quiera, sino de quebrantarlo muchas veces, hasta el punto de dar lugar a aquellos ofensivos peros, cuya significación no había entendido hasta entonces.
Una mañana departían amistosamente maestro y discípulo, y García Blanco, deseoso de ver desmentida por los mismos labios de Orchell la injuriosa especie que contra su buena fama corría en voz baja, como venticell, por Madrid, le dijo :
— Maestro, se cuenta de usted por ahí una cosa que yo no creo; pero ello es que se cuenta.
— Y ¿qué dicen? ¿Qué dicen? — preguntó con curiosidad Orchell, abriendo la caja del tabaco en polvo.
— Pues dicen... ¡allá va!: que usted suele hurtar libros. ¿Habrá embusteros...?
— No, embusteros no — repuso el docto valenciano, sonriendo tranquilamente y sorbiendo una dedada de los polvos — . Te han dicho la verdad; pecado mío es ése, y a fe que lo cometo con alguna frecuencia.
— ¡Cómo!... Pero ¿es verdad? ¿Usted se apodera de libros ajenos...?
— Escucha — interrumpió Orchell, poniéndose serio — . Lo que no han podido decirte es cuándo y cómo hurto yo libros, ni qué libros hurto. Vas a saber las reglas a que sujeto mis rapiñas... ¡Así: mis rapiñas! Son reglas conjuntivas, y no disyuntivas; de tal manera, que si alguna de las preestablecidas circunstancias no concurre con todas las demás, el hurto no pasa de ser un mero pensamiento pecaminoso. Esas circunstancias son las siguientes:
1. Que el libro no esté venal en las librerías; porque si lo estuviere, yo debo rascarme el bolsillo y comprarlo.
2. Que quien lo posee no sea capaz de vendérmelo, de regalármelo, ni aun de prestármelo. En otro caso, debo comprarlo o pedirlo.
3. Que la posesión del tal libro me sea útil, por tratar éste de mis estudios predilectos.
4. Que quien lo posee no pueda o no quiera utilizarlo y no saque de él más partido que el que sacan los eunucos de las esclavas del serrallo.
Y 5. ¿No te figuras cuál es la quinta y última regla?
— No me lo figuro, querido maestro — respondió García Blanco.
— Te creía más listo — dijo Orchell, sonriendo nuevamente. Y añadió: — La quinta y última regla es... que haya ocasión propicia para hurtar el curioso y codiciado libro. Porque habiéndola y concurriendo las otras cuatro circunstancias, ¡es probado!: o el libro llega a ser mío, o perderé el buen nombre que tengo. Cosa nullius me parece el empecatado volumen, y procuro ser el primer ocupante.
Absorto se quedó García Blanco al escuchar tan espontáneas e inesperadas manifestaciones, y no sé a punto fijo lo que respondería al doctor Orchell.
De mí sé decir que si yo fuera eclesiástico y hubiera oído en confesión al insigne hebraísta, habría echado mano de la hermenéutica teológica de manga más ancha, para decir al penitente:
— Reza un padrenuestro, y ego te absoho a peccatis tui. |