¡Qué prodigiosa transformación la de las palabras, mansas, inertes, en el rebaño del estilo vulgar, cuando las convoca y las manda el genio del artista!... Desde el momento en que queréis hacer un arte, un arte plástico y musical, de la expresión, hundís en ella un acicate que subleva todos sus ímpetus rebeldes. La palabra, ser vivo y voluntarioso, os mira entonces desde los puntos de la pluma, que la muerde para sujetarla; disputa con vosotros, os obliga a que la afrontéis; tiene un alma y una fisonomía. Descubriéndoos en su rebelión todo su contenido íntimo, os impone a menudo que le devolváis la libertad que habéis querido arrebatarla, para que convoquéis a otra, que llega, huraña y esquiva, al yugo de acero. Y hay veces en que la pelea con esos monstruos minúsculos os exalta y fatiga como una desesperada contienda por la fortuna y el honor. Todas las voluptuosidades heroicas caben en esa lucha ignorada. Sentís alternativamente la embriaguez del vencedor, las ansias del medroso, la exaltación iracunda del herido. Comprendéis, ante la docilidad de una frase que cae subyugada a vuestros pies, el clamoreo salvaje del triunfo. Sabéis, cuando la forma apenas asida se os escapa, cómo es que la angustia del desfallecimiento invade el corazón. Vibra todo vuestro organismo, como la tierra estremecida por la fragorosa palpitación de la batalla. Como en el campo donde la lucha fue, quedan después las señales del fuego qúe ha pasado, en vuestra imaginación y vuestros nervios. Dejáis en las ennegrecidas páginas algo de vuestras entrañas y de vuestra vida. ¿Qué vale, al lado de esto, la contentadiza espontaneidad del que no opone a la afluencia de la frase incolora, inexpresiva, ninguna resistencia propia; ninguna altiva terquedad a la rebelión de la palabra que se niega a dar de sí el alma y el color?... Porque la lucha del estilo no ha de confundirse con la pertinacia fría del retórico, que ajusta penosamente, en el mosaico de su corrección convencional, palabras que no ha humedecido el tibio aliento del alma. Eso sería comparar una partida de ajedrez con un combate en que corre la sangre y se disputa un imperio. La lucha del estilo es una epopeya que tiene por campo de acción nuestra naturaleza íntima, las más hondas profundidades de nuestro ser. Los poemas de la guerra no os hablan de más soberbias energías, ni de más crueles encarnizamientos, ni, en la victoria, de más altos y divinos júbilos... ¡Oh, Ilíada formidable y hermosa; Ilíada del corazón de los artistas, de cuyos ignorados combates nacen al mundo la alegría, el entusiasmo y la luz, como del heroísmo y la sangre de las epopeyas verdaderas! Alguna vez has debido ser escrita, para que, narrada por uno de los que te llevaron en sí mismos, durara en ti el testimonio de algunas de las más conmovedoras emociones humanas. Y tu Homero pudo ser Gustavo Flaubert. |