Hylas, efebo de la edad heroica, acompañaba a Hércules en la expedición de los Argonautas. Llegadas las naves frente a las costas de la Misia, Hylas bajó a tierra, para traer a sus camaradas agua que beber. En el corazón de un fresco bosque halló una fuente, calma y límpida. Se inclinó sobre ella, y aun no había hecho ademán de sumergir, bajo el cristal de las aguas, la urna que llevaba en la mano, cuando graciosas ninfas surgieron, rasgando el seno de la onda, y le arrebataron, prisionero de amor, a su encantada vivienda. Los compañeros de Hylas bajaron a buscarle, así que advirtieron su tardanza. Llamándole recorrieron la costa y fatigaron vanamente los ecos. Hylas no pareció; las naves prosiguieron con rumbo al país del áureo vellocino. Desde entonces fue uso, en los habitantes de la comarca donde quedó el cautivo de amor, salir a llamarle, al comienzo de cada primavera, por los bosques y prados. Cuando apuntaban las flores primerizas, cuando el viento empezaba a ser tibio y dulce, la juventud lozana se dispersaba, vibrante de emoción, por los contornos de Prúsium. ¡Hylas! ¡Hylas!, clamaba. Ágiles pasos violaban misterios de las frondas; por las suaves colinas trepaban grupos sonoros; la playa se orlaba de mozos y doncellas. ¡Hylas! ¡Hylas!, repetía el eco en mil partes; y la sangre ferviente coloreaba las risueñas mejillas, y los pechos palpitaban de cansancio y de júbilo, y las curvas de tanta alegre carrera eran como guirnaldas trenzadas sobre el campo. Con el morir del sol, acababa, sin fruto, la pesquisa. Pero la nueva primavera convocaba otra vez a la búsqueda del hermoso argonauta. El tiempo enflaquecía las voces que habían sonado briosa y entonadamente; inhabilitaba los cuerpos antes ágiles, para correr los prados y los bosques; generaciones nuevas entregaban el nombre legendario al viento primaveral: ¡Hylas! ¡Hylas! Vano clamor que nunca tuvo respuesta. Hylas no pareció jamás. Pero, de generación en generación, se ejercitaba en el bello simulacro la fuerza joven; la alegría del campo florecido penetraba en las almas, y cada día de esta fiesta ideal se reanimaba, con el candor que quedaba aún no marchito, una inquietud sagrada: la esperanza de una venida milagrosa.
Mientras Grecia vivió, el gran clamor flotó una vez más por año en el viento de la pnmavera: ¡Hylas! ¡Hylas!
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Exista el Hylas perdido a quien buscar, en el campo de cada humano espíritu; viva Hylas para cada uno de nosotros. Pongamos que él no haya de parecer jamás: ¿qué importa, si el solo afán de buscarle es ya sazón y estímulo con que se mantiene el halago de la vida? |