Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

Jose Enrique Rodó

"Ariel"

Capítulo 7

Biografía de Jose Enrique Rodó en Wikipedia

 
 

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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor
 

Ariel

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VII

Ante la posteridad, ante la historia, todo gran pueblo debe aparecer como una vegetación cuyo desenvolvimiento ha tendido armoniosamente a producir un fruto en el que su savia acrisolada ofrece al porvenir la idealidad de su fragancia y la fecundidad de su simiente. Sin este resultado duradero, humano, levantado sobre la finalidad transitoria de lo útil, el poder y la grandeza de los imperios no son más que una noche de sueño en la existencia de la humanidad; porque, como las visiones personales del sueño, no merecen contarse en el encadenamiento de los hechos que forman la trama activa de la vida.

Gran civilización, gran pueblo -en la aceptación que tiene valor para la historia- son aquellos que, al desaparecer materialmente en el tiempo, dejan vibrante para siempre la melodía surgida de su espíritu y hacen persistir en la posteridad su legado imperecedero -según dijo Carlyle del alma de sus «héroes»-: como una nueva y divina porción de la suma de las cosas. Tal, en el poema de Goethe, cuando la Elena evocada del reino de la noche vuelve a descender al Orco sombrío, deja a Fausto su túnica y su velo. Estas vestiduras no son la misma deidad; pero participan, habiéndolas llevado ellas consigo, de su alteza divina, y tienen la virtud de elevar a quien posee por encima de las cosas vulgares.

Una sociedad definitivamente organizada que limite su idea de civilización a acumular abundantes elementos de prosperidad, y su idea de la justicia a distribuirlos equitativamente entre los asociados, no hará de las ciudades donde habite nada que sea distinto, por esencia, del hormiguero o la colmena. No son bastantes ciudades populosas, opulentas, magníficas, para probar la constancia y la intensidad de una civilización. La gran ciudad es, sin duda, un organismo necesario de la alta cultura. Es el ambiente natural de las más altas manifestaciones del espíritu. No sin razón ha dicho Quinet que «el alma que acude a beber fuerzas y energías en la íntima comunicación con el linaje humano, esa alma que constituye al grande hombre, no puede formarse y dilatarse en medio de los pequeños partidos de una ciudad pequeña». Pero así la grandeza cuantitativa de la población como la grandeza material de sus instrumentos, de sus armas, de sus habitaciones, son sólo medios del genio y civilizador, y en ningún caso resultados en los que él pueda detenerse. De las piedras que compusieron a Cartago, no dura una partícula transfigurada en espíritu y en luz. La inmensidad de Babilonia y de Nínive no representa en la memoria de la Humanidad el hueco de una mano si se la compara con el espacio que va desde la Acrópolis al Pireo. Hay una perspectiva ideal en la que la ciudad no aparece grande sólo porque prometa ocupar el área inmensa que había edificada en torno a la torre de Nemrod; ni aparece fuerte sólo porque sea capaz de levantar de nuevo ante sí los muros babilónicos sobre los que era posible hacer pasar seis carros de frente; ni aparece hermosa sólo porque, como Babilonia, luzca en los paramentos de sus palacios losas de alabastro y se enguirnalde con los jardines de Semíramis.

Grande es en esa perspectiva la ciudad, cuando los arrabales de su espíritu alcanzan más allá de las cumbres y los mares, y cuando, pronunciando su nombre, ha de iluminarse para la posteridad toda una jornada de la historia humana, todo un horizonte del tiempo. La ciudad es fuerte y hermosa cuando sus días son algo más que la invariable repetición de un mismo eco, reflejándose indefinidamente de uno en otro círculo de una eterna espiral; cuando hay algo en ella que flota por encima de la muchedumbre; cuando entre las luces que se encienden durante sus noches está la lámpara que acompaña la soledad de la vigilia inquietada por el pensamiento y en la que se incuba la idea que ha de surgir al sol del otro día convertida en el grito que congrega y la fuerza que conduce las almas.

Entonces sólo la extensión y la grandeza material de la ciudad pueden dar la medida para calcular la intensidad de su civilización. Ciudades regias, soberbias aglomeraciones de casas, son para el pensamiento un cauce más inadecuado que la absoluta soledad del desierto, cuando el pensamiento no es el señor que las domina. Leyendo el Maud de Tennyson, hallé una página que podría ser el símbolo de este tormento del espíritu, allí donde la sociedad humana es para él un género de soledad. Presa de angustioso delirio, el héroe del poema se sueña muerto y sepultado, a pocos pies dentro de tierra, bajo el pavimento de una calle de Londres. A pesar de la muerte, su conciencia permanece adherida a los fríos despojos de su cuerpo. El clamor confuso de la calle, propagándose en sorda vibración hasta la estrecha cavidad de la tumba, impide en ella todo sueño de paz. El peso de la multitud indiferente gravita a toda hora sobre la triste prisión de aquel espíritu, y los cascos de los caballos que pasan parecen empeñarse en estampar sobre él un sello de oprobio. Los días se suceden con lentitud inexorable. La aspiración de Maud consistiría en hundirse más dentro, mucho más dentro, de la tierra. El ruido ininteligente del tumulto sólo sirve para mantener en su conciencia desvelada el pensamiento de su cautividad.

Existen ya, en nuestra América latina, ciudades cuya grandeza material y cuya suma de civilización aparente las acercan con acelerado paso a participar del primer rango en el mundo. Es necesario temer que el pensamiento sereno que se aproxime a golpear sobre las exterioridades fastuosas, como sobre un cerrado vaso de bronce, sienta el ruido desconsolador del vacío. Necesario es temer, por ejemplo, que ciudades cuyo nombre fue un glorioso símbolo en América; que tuvieron a Moreno, a Rivadavia, a Sarmiento; que llevaron la iniciativa de una inmortal revolución; ciudades que hicieron dilatarse por toda la extensión de un continente, como en el armonioso desenvolvimiento de las ondas concéntricas que levanta el golpe de la piedra sobre el agua dormida, la gloria de sus héroes y la palabra de sus tribunas, puedan terminar en Sidón, en Tiro, en Cartago.

A vuestra generación toca impedirlo; a la juventud que se levanta, sangre y músculo y nervio del porvenir. Quiero considerarla personificada en vosotros. Os hablo ahora figurándome que sois los destinados a guiar a los demás en los combates por la causa del espíritu. La perseverancia de vuestro esfuerzo debe identificarse en vuestra intimidad con la certeza del triunfo. No desmayéis en predicar el Evangelio, de la delicadeza a los escitas, el Evangelio de la inteligencia a los beocios, al Evangelio del desinterés a los fenicios.

Basta que el entendimiento insista en ser -en demostrar que existe, con la demostración que daba Diógenes del movimiento-, para que su dilatación sea ineluctable y para que su triunfo sea seguro.

El pensamiento se conquistará, palmo a palmo, por su propia espontaneidad, todo el espacio de que necesite para afirmar y consolidar su reino entre las demás manifestaciones de la vida. Él, en la organización individual, levanta y engrandece, con su actividad continuada, la bóveda del cráneo que le contiene. Las razas pensadoras revelan, en la capacidad creciente de sus cráneos, ese empuje del obrero interior. Él, en la organización social, sabrá también engrandecer la capacidad de su escenario, sin necesidad de que para ello intervenga ninguna fuerza ajena a él mismo. Pero tal persuasión, que debe defenderos de un desaliento cuya única utilidad consistiría en eliminar a los mediocres y los pequeños de la lucha, debe preservaros también de las impaciencias que exigen vanamente del tiempo la alteración de su ritmo imperioso.

Todo el que se consagre a propagar y defender, en la América contemporánea, un ideal desinteresado del espíritu -arte, ciencia, moral, sinceridad religiosa, política de ideas-, debe educar su voluntad en el culto perseverante del porvenir. El pasado perteneció todo entero al brazo que combate; el presente pertenece, casi por completo también, al tosco brazo que nivela y construye; el porvenir -un porvenir tanto más cercano cuanto más enérgicos sean la voluntad y el pensamiento de los que le ansían- ofrecerá, para el desenvolvimiento de superiores facultades del alma, la estabilidad, el escenario y el ambiente.

¿No la veréis vosotros, la América que nosotros soñamos; hospitalaria para las cosas del espíritu, y no tan sólo para las muchedumbres que se amparen a ella; pensadora, sin menoscabo de su aptitud para la acción; serena y firme a pesar de sus entusiasmos generosos; resplandeciente con el encanto de una seriedad temprana y suave, como la que realza la expresión de un rostro infantil cuando en él se revela, al través de la gracia intacta que fulgura, el pensamiento inquieto que despierta?... Pensad en ella a lo menos; el honor de vuestra historia futura depende de que tengáis constantemente ante los ojos del alma la visión de esa América regenerada, cerniéndose de lo alto sobre las realidades del presente, como en la nave gótica el vasto rosetón que arde en luz sobre lo austero de los muros sombríos. No seréis sus fundadores, quizá; seréis los precursores que inmediatamente la precedan. En las sanciones glorificadoras del futuro hay también palmas para el recuerdo de los precursores. Edgard Quinet, que tan profundamente ha penetrado en las armonías de la historia y la naturaleza, observa que para preparar el advenimiento de un nuevo tipo humano, de una nueva unidad social, de una personificación nueva de la civilización, suele precederles de lejos un grupo disperso y prematuro, cuyo papel es análogo en la vida de las sociedades al de las especies proféticas de que a propósito de la evolución biológica habla Héer. El tipo nuevo empieza por significar, apenas, diferencias individuales y aisladas; los individualismos se organizan más tarde en «variedad»; y por último, la variedad encuentra para propagarse un medio que la favorece, y entonces ella asciende quizá al rango específico: entonces -digámoslo con las palabras de Quinet- el grupo se hace muchedumbre, y reina.

He ahí por qué vuestra filosofía moral en el trabajo y el combate debe ser el reverso del carpe diem horaciano; una filosofía que no se adhiera a lo presente sino como al peldaño donde afirmar el pie o como a la brecha por donde entrar en muros enemigos. No aspiraréis, en lo inmediato, a la consagración de la victoria definitiva, sino a procuraros mejores condiciones de lucha. Vuestra energía viril tendrá con ello un estímulo más poderoso; puesto que hay la virtualidad de un interés dramático mayor, en el desempeño de ese papel, activo esencialmente, de renovación y de conquista, propio para acrisolar las fuerzas de una generación heroicamente dotada, que en la serena y olímpica actitud que suelen las edades de oro del espíritu imponer a los oficiantes solemnes de su gloria. «No es la posesión de los bienes -ha dicho profundamente Taine, hablando de las alegrías del Renacimiento-, no es la posesión de bienes, sino su adquisición, lo que da a los hombres el placer y el sentimiento de su fuerza».

Acaso sea atrevida y candorosa esperanza creer en un aceleramiento tan continuo y dichoso de la evolución, en una eficacia tal de vuestro esfuerzo, que baste el tiempo concedido a la duración de una generación humana para llevar en América las condiciones de la vida intelectual, desde la incipiencia en que las tenemos ahora, a la categoría de un verdadero interés social y a una cumbre que de veras domine. Pero donde no cabe la transformación total, cabe el progreso; y aun cuando supierais que las primicias del suelo penosamente trabajado no habrían de servirse en vuestra mesa jamás, ello sería, si sois generosos, si sois fuertes, un nuevo estímulo en la intimidad de vuestra conciencia. La obra mejor es la que se realiza sin las impaciencias del éxito inmediato; y el más glorioso esfuerzo es el que pone la esperanza más allá del horizonte visible; y la abnegación más pura es la que se niega en los presente, no ya la compensación del lauro y el honor ruidoso, sino aun la voluptuosidad moral que se solaza en la contemplación de la obra consumada y al término seguro.

Hubo en la antigüedad altares para los «dioses ignorados». Consagrad una parte de vuestra alma al porvenir desconocido. A medida que las sociedades avanzan, el pensamiento del porvenir entra por mayor parte como uno de los factores de su evolución y una de las inspiraciones de sus obras. Desde la imprevisión oscura del salvaje, que sólo divisa del futuro lo que falta para el terminar de cada período de sol y no concibe cómo los días que vendrán pueden ser gobernados en parte desde el presente, hasta nuestra preocupación solícita y previsora de la posteridad, media un espacio inmenso, que acaso parezca breve y miserable algún día. Sólo somos capaces de progreso en cuanto lo somos de adaptar nuestros actos a condiciones cada vez más distantes de nosotros, en el espacio y en el tiempo. La seguridad de nuestra intervención en una obra que haya de sobrevivirnos, fructificando en los beneficios del futuro, realza nuestra dignidad humana, haciéndonos triunfar de las limitaciones de nuestra naturaleza. Si, por desdicha, la Humanidad hubiera de desesperar definitivamente de la inmortalidad de la conciencia individual, el sentimiento más religioso con que podría substituirla sería del que nace de pensar, que aun después de disuelta nuestra alma en el seno de las cosas, persistiría en la herencia que se transmiten las generaciones humanas lo mejor de lo que ella ha sentido y ha soñado, su esencia más íntima y más pura, al modo como el rayo lumínico de la estrella extinguida persiste en lo infinito y desciende a acariciarnos con su melancólica luz.

El porvenir es en la vida de las sociedades humanas el pensamiento idealizador por excelencia. De la veneración piadosa del pasado, del culto de la tradición, por una parte, y por la otra del atrevido impulso hacia lo venidero, se compone la noble fuerza que, levantando el espíritu colectivo sobre las limitaciones del presente, comunica a las agitaciones y los sentimientos sociales un sentido ideal. Los hombres y los pueblos trabajan, en sentir de Fouillée, bajo la inspiración de las ideas, como los irracionales bajo la inspiración de los instintos; y la sociedad que lucha y se esfuerza, a veces sin saberlo, por imponer una idea a la realidad, imita, según el mismo pensador, la obra instintiva del pájaro que, al construir el nido bajo el imperio de una imagen interna que le obsede, obedece a la vez a un recuerdo inconsciente del pasado y a un presentimiento misterioso del porvenir.

Eliminando la sugestión del interés egoísta, de las almas, el pensamiento inspirado en la preocupación por destinos ulteriores a nuestra vida, todo lo purifica y serena, todo lo ennoblece; y es un alto honor de nuestro siglo el que la fuerza obligatoria de esa preocupación por lo futuro, el sentimiento de esa elevada imposición de la dignidad del ser racional, se hayan manifestado tan claramente en él, que aun en el seno del más absoluto pesimismo, aun en el seno de la amarga filosofía que ha traído a la civilización occidental, dentro del loto de Oriente, el amor de la disolución y la nada, la voz de Hartmann ha predicado, con la apariencia de la lógica, el austero deber de continuar la obra de perfeccionamiento, de trabajar en beneficio del porvenir, para que, acelerada la evolución por el esfuerzo de los hombres, llegue ella con más rápido impulso a su término final, que será el término de todo dolor y toda vida.

Pero no, como Hartmann, en nombre de la muerte, sino en el de la vida misma y la esperanza, yo os pido una parte de vuestra alma para la obra del futuro. Para pedíroslo, he querido inspirarme en la imagen dulce y serena de mi Ariel. El bondadoso genio en quien Shakespeare acertó a infundir, quizá con la divina inconsciencia frecuente en las adivinaciones geniales, tan alto simbolismo, manifiesta claramente en la estatua su significación ideal, admirablemente traducida por el arte en líneas y contornos. Ariel es la razón y el sentimiento superior. Ariel es este sublime instinto de perfectibilidad, por cuya virtud se magnifica y convierte en centro de las cosas, la arcilla humana a la que vive vinculada su luz -la miserable arcillade que los genios de Arimanes hablaban a Manfredo. Ariel es, para la naturaleza, el excelso coronamiento de su obra, que hace terminarse el proceso de ascensión de las formas organizadas, con la llamarada del espíritu. Ariel triunfante, significa idealidad y orden en la vida, noble inspiración en el pensamiento, desinterés en moral, buen gusto en arte, heroísmo en la acción, delicadeza en las costumbres. Él es el héroe epónimo en la epopeya de la especie; él es el inmortal protagonista; desde que con su presencia inspiró los débiles esfuerzos de racionalidad del hombre prehistórico, cuando por primera vez dobló la frente oscura para labrar el pedernal o dibujar una grosera imagen en los huesos de reno; desde que con sus alas avivó la hoguera sagrada que el aria primitivo, progenitor de los pueblos civilizadores, amigo de la luz, encendía en el misterio de las selvas del Ganges, para forjar con su fuego divino el cetro de la majestad humana, hasta que, dentro ya de las razas superiores, se cierne, deslumbrante, sobre las almas que han extralimitado las cimas naturales de la Humanidad; lo mismo sobre los héroes del pensamiento y del ensueño que sobre los de la acción y el sacrificio; lo mismo sobre Platón en el promontorio del Sunium, que sobre San Francisco de Asís en la soledad de monte Albernia. Su fuerza incontrastable tiene por impulso todo el movimiento ascendente de la vida. Vencido una y mil veces por la indomable rebelión de Cabilán, proscrito por la barbarie vencedora, asfixiado en el humo de las batallas, manchadas las alas transparentes al rozar el «eterno estercolero de Job», Ariel resurge inmortalmente, Ariel recobra su juventud y su hermosura, y acude ágil, como al mandato de Próspero, al llamado de cuantos le aman e invocan en la realidad. Su benéfico imperio alcanza, a veces, aun a los que le niegan y le desconocen. Él dirige a menudo las fuerzas ciegas del mal y la barbarie para que concurran, como las otras, a la obra del bien. Él cruzará la historia humana, entonando como en el drama de Shakespeare, su canción melodiosa, para animar a los que trabajan y a los que luchan, hasta que el cumplimiento del plan ignorado a que obedece le permita -cual se liberta, en el drama, del servicio de Próspero- romper sus lazos materiales y volver para siempre al centro de su lumbre divina.

Aún más que para mi palabra, yo exijo de vosotros un dulce e indeleble recuerdo para mi estatua de Ariel. Yo quiero que la imagen leve y graciosa de este bronce se imprima desde ahora en la más segura intimidad de vuestro espíritu. Recuerdo que una vez que observaba el monetario de un museo, provocó mi atención en la leyenda de una vieja moneda la palabra Esperanza, medio borrada sobre la palidez decrépita del oro. Considerando la apagada inscripción, yo meditada en la posible realidad de su influencia. ¿Quién sabe qué activa y noble parte sería justo atribuir, en la formación el carácter y en la vida de algunas generaciones humanas, a ese lema sencillo actuando sobre los ánimos como una insistente sugestión? ¿Quién sabe cuántas vacilantes alegrías persistieron, cuántas generosas empresas maduraron, cuántos fatales propósitos se desvanecieron, al chocar las miradas con la palabra alentadora, impresa, como un gráfico grito, sobre el disco metálico que circuló de mano en mano?... Pueda la imagen de este bronce -troquelados vuestros corazones con ella- desempeñar en vuestra vida el mismo inaparente pero decisivo papel. Pueda ella, en las horas sin luz del desaliento, reanimar en vuestra conciencia el entusiasmo por el ideal vacilante, devolver a vuestro corazón el calor de la esperanza perdida. Afirmado primero en el baluarte de vuestra vida inferior, Ariel se lanzará desde allí a la conquista de las almas. Yo le veo, en el porvenir, sonriéndoos con gratitud, desde lo alto, al sumergirse en la sombra vuestro espíritu. Yo creo en vuestra voluntad, en vuestro esfuerzo; y más aún, en los de aquellos a quienes daréis la vida y transmitiréis vuestra obra. Yo suelo embriagarme con el sueño del día en que las cosas reales harán pensar que la Cordillera que se yergue sobre el suelo de América ha sido tallada para ser el pedestal definitivo de esta estatua, para ser el ara inmutable de su veneración.

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