El deseo de aparentar que somos personas de mérito nos priva a veces de serlo.
Hay personas débiles que conocen su propia flaqueza hasta el punto de saber aprovecharse de ella.
A pocos hombres es dado conocer todo el mal que hacen.
A veces tendríamos que avergonzarnos de nuestras mejores acciones, si conociese el mundo la causa que las ha motivado.
Se necesita la misma habilidad para poner en práctica un buen consejo, que para obrar por propia iniciativa.
Podemos dar consejo, pero no conducta.
Nunca nos ponen tan en ridículo las cualidades que tenemos, como las que afectamos tener.
Hay en la aflicción varias clases de hipocresía: lloramos para adquirir fama de sensibles, para que nos compadezcan, para que lloren por nosotros y para evitar el escándalo de no llorar.
Llegamos novicios a las diferentes edades de la vida, y faltos de experiencia, aun cuando hayamos estado muchos años para lograrla.
La edad no nos da necesariamente la experiencia, ni aun siquiera reglas fijas; sólo el trato y roce con las cosas la confieren. Y vemos, con frecuencia, a los que no han tenido ocasión de satisfacer sus pasiones juveniles durante la mocedad, entregarse a ellas sin freno alguno en la vejez, con todos los síntomas de la edad temprana, excepto la aptitud.
Juzgamos las cosas de una manera tan superficial, que las palabras y acciones más comunes, dichas y hechas de una manera agradable, con algún conocimiento de lo que ocurre en el mundo, alcanzan, a veces, un éxito superior al de las inteligencias privilegiadas.
Cuando Jos grandes hombres se dejan dominar por la magnitud de sus padecimientos, descubren que lo que los sostenía era el poder de su ambición, y no el de su entendimiento. Descubren también que, si los héroes se desprenden de una parte de su vanidad, son exactamente iguales a los demás hombres.
Los que se dedican demasiado a las cosas pequeñas, se hacen, por lo general, incapaces de las grandes.
Pocas cosas hay que sean impracticables por sl mismas; las más de las veces los hombres no logran un éxito franco, antes por falta de aplicación que por carencia de medios.
Nos es más grato el trato de aquellos que nos deben beneficios, que el de aquellos de quienes los hemos recibido.
A todo el mundo le gusta corresponder a los favores sin importancia; algunos llegan a reconocer los que la tienen relativa; pero dificil será hallar uno siquiera que no pague con la ingratitud los mayores beneficios.
El hombre se imagina que obra por sí cuando está influído por otro; y aun cuando su ánimo tiende hacia una cosa, su corazón, sin darse cuenta, gravita sobre otra.
Hay en el amor dos clases de constancia: una proviene de encontrar siempre en el objeto que nos deleita nuevos motivos de ternura; la otra, de hacer cuestión de honor el ser constante.
En la adversidad con fundimos, a veces, la debilidad con la firmeza; la sufrimos, sin atrevernos siquiera a mirarla, co mo los cobardes se dejan matar sin resistencia.
Los seres despreciables son los únicos que temen el desprecio.
Nos presentamos con timidez ante la persona amada siempre que hemos coqueteado con otras.
Los crímenes que sólo conocemos nosotros, fácilmente los olvidamos.
La perfidia y la traición son hijas de la falta de capacidad.
Es tan fácil engañarnos a nosotros mismos, sin que nos demos cuenta de ello, como dificil engañar a los demás sin que se enteren.
El engaño en el amor deja tras sí la desconfianza.
Somos menos desgraciados a veces cuando nos engañan los que amamos, que cuando nos dicen la verdad.
Antes de desear una cosa con vehemencia deberíamos averiguar si el que la posee es feliz con ella.
Si conociéremos a fondo algún objeto nunca lo desearíamos con pasión.
Si para ser como debemos ser, nos tomásemos tantas molestias como empleamos en ocultar lo que somos, apareceríamos tales como fuésemos, sin necesidad de ningún fingimiento.
Es tal el hábito que tenemos de ocultar a los otros lo que somos, que al fin acabamos por engañarnos a nosotros mismos.
El hombre que no s iente satisfacción en sí mismo, excusado será que la busque en otra parte.
Es más fácil parecer digno de los cargos que no poseemos, que de los que desempeñamos.
Nos gusta mucho más que nos imiten, que no que procuren igualarnos. La imitación es señal de estima, pero la competencia lo es de envidia.
Los celos son, hasta cieno punto, racionales y justos, pues van dirigidos a la conservación de un bien que nos pertenece, o que, cuando menos, así lo estimarnos nosotros; pero la envidia es un extravío que no puede sufrir con paciencia el bien de los demás.
La envidia se destruye con la verdadera amistad, y la coquetería, con un amor sincero.
Nuestra envidia sobrevive siempre a la felicidad ajena que la engendró.
Nada hay tan contagioso como el ejemplo.
A veces nos hacemos más agradables por nuestras faltas que por nuestros méritos.
Las mayores faltas son las de los grandes hombres.
Fácilmente excusamos en nuestros amigos las faltas que a nosotros no nos afectan.
Pocos cobardes se dan cuenta de la magnitud de su miedo.
Pocas satisfacciones tendríamos si nunca pudiéramos alabarnos a nosotros mismos.
El que vive sin cometer locura alguna, no es tan sabio como él se imagina.
A medida que nos hacemos viejos nos volvemos más sencillos y más sabios.
Por mucha que sea la diferencia entre las fortunas de los hombres, hay siempre una especie de compensación entre el bien y el mal, que los hace a todos iguales.
La fortuna nos libra de algunas faltas que la razón no puede desterrar.
Dicen siempre que es ciega la fortuna los que nos han recibido sus favores.
Debemos hacer con nuestra fortuna lo mismo que con nuestra salud: gozar de ella cuando es buena, tener paciencia cuando es mala, y no aplicarle remedios violentos sino en casos de necesidad.
La razón de que seamos tan volubles en nuesras amistades es, que se hace muy dificil conocer las cualidades del corazón y muy fácil las de la cabeza.
Más deshonroso es desconfiar de un amigo, que ser engañado por él.
No merece el nombre de bueno el que no tendría alientos para ser malo; toda otra bondad obedece casi siempre a la pereza y a la impotencia de la voluntad.
Un tonto no posee los elementos necesarios para constituir un hombre bueno.
La causa de que nos equivoquemos con respecto a la intensidad de la gratitud a que somos acreedores es que la soberbia del otorgante y del beneficiado no pueden nunca ponerse de acuerdo sobre la importancia del servicio.
Nadie es, ni más feliz ni más desgraciado, de lo que él mismo se imagina.
Cuando nuestro odio es muy violento nos hace descender a un nivel a un más bajo que el de aquellos a quienes aborrecemos.
Todo el mundo hace elogios de su propio corazón; pero ninguno se atreve a hacerlos de su cabeza.
La cabeza es siempre víctima del corazón.
No puede la cabeza desempeñar mucho tiempo el papel del corazón.
La hipocresía es el homenaje que rinde el vicio a la
virtud.
Es un error creer que sólo las pasiones violentas, como el amor o la ambición, pueden triunfar sobre las demás. La pereza, a pesar de ser tan débil, las domina, a veces, a todas; pues influyendo sobre todos nuestros propósitos y acciones, consume y destruye insensiblemente las pasiones y las virtudes.
En los celos hay menos amor que egoísmo.
Los celos son el mayor de los males, y el que menos compasión inspira al que los ocasiona.
La propensión a pensar mal, sin un estudio previo, es hija del orgullo y la indolencia. Nos hallamos prontos para declarar al prójimo culpable y tardos en tomarnos la molestia de examinar la acusación.
La debilidad, a veces, remedla los males mejor que las razones.
La mujer enamorada perdona más fácilmente las grandes indiscreciones que las pequeñas infidelidades.
Nos es mucho más difícil tolerar las pequeñas infidelidades que con nosotros se cometen, que las más grandes que con los demás se llevan a cabo.
Todos se quejan de la flaqueza de su memoria; pero ninguno de la cortedad de su criterio.
No hay disimulo capaz de ocultar el amor, cuando éste existe, ni de fingirlo cuando no lo hay.
Si juzgamos el amor por la mayor parte de sus efectos, más parece aborrecimiento que cariño.
El amor cubre con su nombre muchas relaciones en las que no tama parte alguna.
El placer del amor es amar; gozamos mucho más con la pasión que sentimos que con la que inspiramos.
Es mucho más fácil enamorarse que dejar de estarlo.
Mientras amamos, no hay cosa que no perdonemos.
En materias de amor, dudamos a veces de lo que con más firmeza creemos.
Un hombre de talento podrá amar como un loco; pero jamás como un tonto.
¿Por qué tendremos la memoria suficiente para retener hasta los detalles más mínimos de cuanto nos ha ocurrido, y no poseemos, sin embargo, la necesaria para recordar con cuanta frecuencia se los hemos referido a la misma persona?
Es señal de un mérito extraordinario el que se vean obligados a alabarlo los que más lo envidian.
El mérito tiene su temporada, lo mismo que la fruta.
Los muchos años son un tirano que prohibe los placeres de la juventud bajo pena de muerte.
La oportunidad nos da a conocer a nosotros mismos y a los demás.
De igual manera que no podemos determinar la duración de nuestra vida, tampoco nos es dado limitar la de nuestras pasiones.
Las pasiones son los únicos oradores que triunfan siempre. Poseen, por decirlo así, la artística elocuencia de la naturaleza, llena de reglas infalibles. La sencillez, con ayuda de aquéllas, es más persuasiva que la más arrebatadora elocuencia, sin su auxilio.
En la composición de las pasiones entran en tanta parte la injusticia y el propio interés, que es muy peligroso obedecer sus dictados; y debemos estar sie mpre en guardia contra ellos, aun cuando nos parezcan muy razonables.
La ausencia destruye las pasiones pequeñas y enciende las grandes, a la manera que el viento ext ingue una bujia y
da incremento a una hoguera.
Mientras el corazón se halla agitado por los restos de una pasión, es más susceptible de otra nueva, que cuando se en cuentra en absoluto reposo.
El que no está contento con nadie es mucho más desgraciado que aquél con quien nadie está satisfecho.
La soberbia es la misma en todos los hombres; sólo varían los medios y maneras de manifestarse.
No parece sino que la naturaleza, que tan sabiamente adaptó los órganos del cuerpo a nuestra felicidad, nos hubiese dado, con el mismo objeto, soberbia bastante para evitarnos el disgusto de conocer nuestras imperfecciones.
La soberbia nunca deberá nada y el amor propio jamás querrá pagar.
Nuestra soberbia se hincha con lo que quitamos a nuestras otras faltas.
Prometemos con arreglo a nuestras esperanzas, y obramos con sujeción a nuestros temores.
La prudencia y el amor están en relación inversa: a medida que el último aumenta, la otra disminuye.
La ambición de merecer alabanzas fortifica nuestra virtud. Los elogios tributados al ingenio, al valor y a la perfección sirven para aumentarlos.
Sucede con las buenas cualidades lo mismo que con los sentidos; son incomprensibles e inconcebibles para los que carecen de ellos.
Necesitamos que la fuerza influya sobre nuestra razón.
Nunca deseamos con ardor lo que apetecemos racionalmente.
Por muy grande que sea la ignominia en que hayamos incurrido, casi siempre estará en nuestras manos el restablecer nuestra reputación.
¿Cómo podremos esperar que los otros guarden nuestro secreto cuando nosotros mismos no lo hacemos?
En ninguna pasión domina tanto el egoísmo como en la del amor: siempre nos hallamos dispuestos a sacrificar la paz de los que adorarnos, antes que perder la parte más insignificante de la nuestra.
Es tal el egoísmo en ciertos individuos, que, cuando están enamorados, se preocupan más de su pasión que del objeto
de ella.
El deseo de hablar de nosotros mismos y el exponer nuestras faltas a los cuatro vientos, constituyen la parte esencial de nuestra sinceridad.
La salud del alma es tan precaria como la del cuerpo; pues cuando nos parece estar más precavidos contra las pasiones, corremos el mismo peligro de sufrir su infección
que de caer enfermos cuando disfrutamos de salud.
En las enfermedades del alma se padecen reca¡das, lo mismo que en las del cuerpo; por eso, muchas veces nos parece estar curados, cuando sólo se trata de una crisis o de un cambio de enfermedad.
Las faltas del alma son comparables a las heridas del cuerpo; queda siempre la cicatriz y jamás desaparece el peligro de que puedan abrirse de nuevo.
El excesivo placer que nos causa el hablar de nosotros mismos, debía hacernos comprender que no les ocurre otro tanto a los que nos escuchan.
Antes que dejar de hablar de nosotros mismos, preferimos
hacerlo mal.
Prescindimos mejor de nuestro interés, que de nuestro gusto.
El perfecto valor consiste en hacer sin testigos todo lo que seríamos capaces de hacer ante el mundo entero.
El hombre que nunca se haya visto en peligro, no puede responder de su valor.
El hombre prudente haría mejor en evitar un combate que en vencer.
Nuestra propia vanidad hace intolerable la ajena.
Las más violentas pasiones tienen sus intermitencias; la vanidad es la única que no nos concede tregua.
La vanidad nos obliga a hacer muchas más cosas contrarias a nuestras propias inclinaciones, que la razón misma.
Cuando nos abandonan nuestros vicios, nos jactamos de haberlos dejado nosotros. |