Sol y mar, pereza y calor. Los breves días de vacaciones transcurrían apaciblemente en Acapulco. Cuanto no era allí naturaleza —la gente, el pueblo—, era incomodidad y abandono. Aún no había llegado a ser el puerto lo que ha venido a ser después: un Luna Park de lujo. Mil veces preferible quedarse en casa fuera de las horas del baño y el reposo en la playa. Mil veces mejor quedarse en casa, entregados a la charla boba, al Romey de dieciséis cartas, porque el Jim Romey, tan a la moda entonces, todo se vuelve aritmética y obliga a trabajar demasiado. Algunos tragos de vino por la noche, y cierta morbosa tensión en el ambiente; porque el ocio es mal consejero; y, por lo pronto, apicara las conversaciones y acorta un tanto los trechos de la familiaridad lícita y admitida.
La casita trepaba por la ladera y, de noche, era visitada por los abanicos de la brisa. Era pequeña y suficiente; sólo tenía dos pisos. Era propiedad de Federico, restaurant alemán establecido en la Ciudad de México, propiedad que conservaba aún porque aún estábamos antes de la guerra y no se habían dictado aquellas disposiciones sobre posesiones a tantos kilómetros de la costa. Federico no era un nazi, sino, todavía, un hombre del Kaiser, aviador herido en las campañas de la primera guerra y retirado ahora a sus negocios privados; lo bastante, al menos, para que no se le conocieran tendencias ni tentaciones políticas. Hombre rubio, maduro, insípido, sereno, alto, afeitado, con una rara expresión de impavidez y una mirada sospechosamente fija, a veces, que hacía preguntarse si tendría un ojo de vidrio.
El resto del grupo lo componían su amante, Enriqueta, que hacía con él vida conyugal; el hijo de ésta, habido con alguno de sus anteriores compañeros, muchacho de unos quince años, llamado Enrique, familiarmente Quico; y una amiga inseparable de Enriqueta, persona también de historia y de fábula, que había logrado borrar su nombre, rebautizarse para todos con el expresivo apodo de Almendrita.
No tenían servidumbre. Las mujeres se encargaban de los menesteres domésticos en general. Almendrita, mujer muy dotada, corría con la cocina; y Enriqueta y Federico se turnaban en el automóvil y en los viajes al mercado.
Enriqueta era mujer blanquísima, de pelo castaño, de lindos ojazos y boca fresca, aunque levemente descuidada como sucede con muchas en esta tierra, tipo deportivo, treinta años muy juveniles y cierta frialdad de corazón, algo tocada de educación norteamericana y aun de eso que se llama «el pochismo», huérfana por la muerte de una abominable madre elefántica, padre perdido en la noche de los tiempos, y hermanos y hermanas de variada fortuna. Cuatro o cinco hombres en su abono —entre directorcillos de orquesta y cosas así—, aparte de anteriores encuentros ocasionales y malos tratos y abusos de que la había salvado anteriormente Almendrita, recogiéndola por unos meses en su casa de mujer sola, como a una hermana menor. De allí, había pasado Enriqueta a manos de Federico, quien le daba muy buena vida y la mimaba como a una gata de lujo.
Quico, ante las experiencias maternas, sufría una revoltura entre su buen natural y los desplantes cómicos con que había aprendido a afrontar las situaciones equívocas. Iba para buen mozo, acariciaba mucho a su madre, cruzaba los años críticos y, según Federico —que lo veía con buenos ojos y trataba de corregirlo por la buena—, estaba muy mal educado.
Almendrita era pequeña, morena de bronce, pero de perfiles más andaluces que mexicanos; desenvuelta, ágil, pronta para todo, valiente y sencilla como quien ha vivido mucho y lo ha visto todo, absolutamente todo. Tenía plena conciencia de su superioridad en tanto que ser humano completo. Frisaba ya en los cuarenta, pero se le daría, a lo sumo, la edad de Enriqueta y, a ratos, aún se la supondría menor. Pelo negro y sin una cana. Tez admirable y lisa. Gracia y encanto femeninos, ardor natural. Rasgos todavía perturbadores, reliquias de su belleza juvenil. Ojos elocuentes, cara llena de simpatía y comunicativa como ninguna. Conjunto realmente «comestible». Tras de mil andanzas y tumbos que habían despejado su inteligencia en términos excepcionales, templando no menos su voluntad, se conservaba fundamentalmente limpia y buena… Uno de esos seres que nos devuelven la confianza en las cualidades inextinguibles de la especie. Con una tropa de medios hermanos o medias hermanas, habidos de distinto padre o distinta madre, tenía una sola hermana cabal, que había juntado algún dinerillo merced al cálculo, al trabajo y a eso que se parece al amor.
Pero Almendrita prefería vivir enteramente sola. Sus amigos siempre le habían durado muchos años. Su trabajo en el teatro y en el cine la ayudaba de tiempo en tiempo, pues ya comenzaba a retirarse y sabía escoger a su gusto, sin resignarse a ser escogida. Se bastaba sola y sabía quedarse sola. Leía mucho, y las labores femeninas no tenían secretos para ella, cosa más de adivinación que de estudio. Era naturalmente bien puesta.
Su noble conducta con Enriqueta, allá cuando la levantó del suelo, le daba autoridad en casa de Federico, quien más de una vez la miraba embobado, y más de una vez, pensando en esa criatura irresistible y trigueña, se había preguntado si, después de todo, el pretendido ario germánico sería de veras el modelo de la raza suprema.
Entre dos mujeres «que están de vuelta» y un alemán de buen estómago, Quico se sentía bien hallado, y encontraba el medio de resolver a solas sus pasajeras inquietudes, algo exacerbadas en el clima del trópico, el cual después de todo, a ninguno de los cuatro podía dejar indiferente.
Almendrita tenía que hacerse desentendida ante los lances de la pareja, en lo que —por salud y buen equilibrio— no se detenía mucho a pensar. Y, a la hora de los baños de sol, cerraba los ojos para no darse por entendida ante las miradas codiciosas. No por melindrosa virtud, sino, simplemente, porque no le daba la gana de complicarse por ahora la vida, y el tesoro de sus infinitos recuerdos le bastaba para saciar ese prurito de amor propio que es causa, a veces, de un paso en falso. Ella sabía bien lo que era, lo que valía, lo que podría hacer cuando quisiera. Pero estaba entregada al reposo, como en leve sueño vegetativo.
Aquella tarde había llovido. La noche entraba majestuosa y risueña. El fresco y el calor jugaban en ráfagas alternas. La electricidad de la atmósfera parecía recorrer los nervios, sacudiéndolos delicadamente. Los tres mayores, las cartas a la mesa, se habían metido un poquillo en whisky y en coñac. Habían dado sus probadas al chico. Federico mantenía una rigidez que más parecía guardia armada, y de repente contemplaba interrogativamente a Enriqueta, que comenzaba a tener sueño. Almendrita, como siempre ilesa, sostenía la conversación. A Quico se le iba un poco la lengua, y su madre lo reprendía de tiempo en tiempo, más por deber que por deseo de frenarlo.
De pronto, Almendrita, dirigiéndose a Quico, observó:
—Deberías aprovechar este alto del juego para recoger tu servicio del comedor. Aquí no tenemos quien lave los platos y hemos convenido en que cada cual cuidará lo suyo. Anoche lo dejaste todo abandonado. Ve a cumplir tu deber.
El chico bostezó y dijo:
—Ya lo haré mañana, hoy no tengo ganas.
Enriqueta añadió:
—Haz lo que te dice Almendrita, —aunque se notaba que le importaba poco.
Y el muchacho, refunfuñando, se levantó y se encaminó al comedor, diciendo de modo que Almendrita lo oyera:
—Bueno, mamá, le daremos gusto a la vieja histérica.
La cólera relampagueó un instante en la cara de Almendrita, pero se contuvo. Y, en tanto que Enriqueta y Federico respondían a Quico, que estaba ya en la cocina y los oía gritar sin hacerles caso, entregado a la tarea de lavar su vajilla, una extraña sucesión de expresiones se pintó en la faz de Almendrita, de que ni Enriqueta ni Federico se dieron cuenta.
Almendrita, que barajaba para disimular su disgusto, se puso primero sumamente seria. Pareció hacer un esfuerzo; después, meditar; al fin, recordar. Su fisonomía se aflojó gradualmente. Pronto sonreía como de costumbre. Un aire de travesura hizo temblar sus facciones. Se mordió los labios con cierta fruición, se acomodó mejor en la silla y casi cerró un ojo. Entonces habló: —¡Ya pasó! ¡Ya pasó! ¡Déjenlo! Mándenlo a acostar en castigo, y siga el juego.
Y así se hizo. En cuanto Quico secó sus platos y cubiertos, se lo tuvo por dicho. Gritó: «—¡Buenas noches a todos!» —y trepó la escalera.
En el piso bajo había una sala, un comedor, una cocina, la espaciosa alcoba de la pareja, un garaje y un pequeño jardín al frente, en declive sobre la colina y con vista al mar. En el piso alto había dos cuartos modestos, pero suficientemente amueblados —uno, de Quico, otro de Almendrita— a ambos extremos de la azotea y separados uno del otro. El de mar, era de Almendrita; el de montaña, de Quico.
Enriqueta jugaba ya sin saber lo que hacía. Federico tenía miedo de que se le quedara dormida, frustrando así sus posibles planes nocturnos. Almendrita, después de un rato, sonriendo siempre, tomo la iniciativa, según solía hacerlo:
—Yo también me caigo de sueño. Vamos a descansar.
Se recogieron las cartas, se alejaron las sillas. Federico pasó el brazo por la espalda de Enriqueta y la condujo a la alcoba, silbando la marcha del Lohengrin. Se oyeron correr, escaleras arriba, las sandalias de la sin par Almendrita.
Arriba, la noche era irresistible, y las montañas de tinta negra se destacaban, por curioso efecto, sobre un cielo enlunado. Almendrita respiró con arrobamiento. Reinaba el silencio, cortado al paso de los autos por la carretera, y por las explosiones de voces que la brisa traía en racimos. Se filtraba la luz por las junturas de la puerta de Quico. Almendrita contempló la puerta en silencio. Meneó la cabeza y se encaminó resueltamente a su alcoba, al otro extremo de la azotea.
Empezó a desvestirse lentamente, como para dominar cierto temblorcillo que le vino a las manos. Se lavó, se arregló, enteramente desnuda y estudiándose frente al espejo. Dio a su cara unos cuantos toques, ligeros y acertados: los labios, las cejas, las pestañas, las ojeras, resaltaron poco a poco al conjuro de un «maquillaje» artístico y experimentado. Se echó encima una bata de muselina, ató a la cintura y la aflojó del busto y la falda, como con negligencia, hasta convencerse de que la bata se abría un poco al andar y también al mover los brazos. Y salió de nuevo a la azotea.
Otra vez resolló fuerte, queriendo absorber el embrujamiento de la noche. Se concentró un instante. Y, descalza y con pasos rápidos, se dirigió al cuarto de Quico. Empujó la puerta sin miramientos, y él la saludó con una furtiva exclamación, sorprendido, pero temeroso de que lo oyeran gritar.
Almendrita cerró la puerta tras sí y, contemplando al muchacho sin titubear, se le enfrentó y le dijo:
—¡Muy bonito! ¡El niño divirtiéndose solo! ¡Eso no se hace a tu edad!
—¡Cállese! —dijo él casi con el aliento y cubriéndose presurosamente con la manta—. ¡Váyase! ¿Qué busca aquí?
Y los ojos del muchacho, a pesar suyo, recorrieron golosamente las calculadas aberturas que mostraban los encantos de la mujer. En esos ojos había miedo, y empezaba a haber otra cosa, entre interrogación y esperanza.
—Dijiste que íbamos a darle gusto a la vieja histérica. ¿Verdad? —dijo Almendrita con un tonillo doctoral y avanzando hacia la cama de Quico, al tiempo que dejaba caer la onda de su bata. Estaba enteramente desnuda, los brazos abiertos, radiante de sensualidad, agitando el seno, en lumbre los ojos. Y continuó:
—¡Pues a darle gusto, que para eso son los hombres! Ahora me las vas a pagar todas… Y cayó sobre el lecho, enlazando imperiosamente el cuerpo del muchacho, mientras repetía con voz sofocada:
—Yo te enseñaré algo mejor que lo que estabas haciendo. Ahora vas a ver lo que sabe hacer la vieja histérica.
Se apagó la luz. Se oían rumores y jadeos, frases entrecortadas, suaves gemidos de gozo en que ambas voces se confundían.
Tras un instante de sopor, el muchacho acertó a decir:
—¡Qué sorpresa! ¡Qué felicidad! ¡Cuánto tiempo desperdiciado! ¡Lo que menos me figuraba! ¡Otro, otro, por favor!
—¿Otro? —dijo ella arrastrando un poco las palabras—. ¡Toda la noche! ¡Lo que es ahora no te me escapas! ¡Quiero vengarme de lo que dijiste!
Pero la venganza se resolvía en besos y caricias, rumores y jadeos, frases entrecortadas, suaves gemidos de gozo en que ambas voces se confundían.
Afuera, la noche tropical empujaba sus antorchas nupciales. Ahora las montañas eran doradas. De lejos, chascaban el freno los potros de las olas y cabeceaban las palmeras.
De la alcoba salía algo como una palpitación de alas invisibles.
Enriqueta, despeinada y ojerosa, servía el desayuno a los varones. Entró Almendrita en atavío de baño, semidesnuda. Quico apenas alzó los ojos y enrojeció un poco. Federico, para admirarla a gusto, adoptó su impavidez académica.
—¿Te me has adelantado? —dijo Almendrita a Enriqueta, acompañándola a la cocina.
—¡Quico! —gritó desde allá Enriqueta—. ¿Ya le pediste perdón a Almendrita?...
Almendrita no lo dejó hablar. Se acercó, le puso las manos en los hombros.
—¡Ya! —dijo—. Ya nos reconciliamos anoche. ¿Verdad, Quico?
El muchacho se atragantó sin poder pronunciar palabra, y dijo que sí con la cabeza.
—Ya no volverá a suceder, ¿verdad? —continuó Almendrita acariciándole la cabeza—. Ahora vamos a ser muy buenos amigos.
No bien habló así, se arrepintió de haber hablado. Había contado con su habitual presencia de ánimo, pero no pudo disimular cierta turbación. En su voz, en el desconcierto de Quico, en la actitud de ambos —que, en el chico, era timidez y, en la mujer, descaro forzado—, en todo ello hubo algo que pareció delatarlos a medias. Federico y Enriqueta se cambiaron una mirada furtiva y callaron. Calló también Quico, engolfándose en su desayuno con una expresión atónita. Almendrita se sentó con un movimiento ágil, tarareando y mirando al techo, y sintiendo que por instantes le salía el rubor a la cara.
Y entonces, en un embarazoso silencio, cada uno emprendió un monólogo interior.
Quico sopeaba el pan y pensaba:
«¡Ahora sí que soy todo un hombre! ¡La importancia que me voy a dar con los amigos! ¡Pepe se pondrá más envidioso!... A lo mejor, no me lo creen. ¿Les diré de quién se trata? ¿Me haré el indiscreto y el olvidadizo delante de ellos, haciéndole a Almendrita algún furtivo cariño a la pasada, para que se convenzan de que es verdad? Ella no tiene que darle cuenta a nadie, nada pierde, pero tal vez eso no le guste. ¡Es tan cuidadosa! Además, si le cuento todo a Pepe, le doy ideas… Y no sé por qué se me figura que a ella no le desagrada Pepe. Me parece que lo mira de cierto modo… ¿Será mejor callar? ¡Es tan difícil!»
Enriqueta, haciendo ruido con los trastes en la cocina, pensaba así:
«Aquí ha pasado algo. Mejor será no darse por entendida, aunque Federico me pregunte. ¡En peores nos hemos visto juntas, Almendrita y yo! Después de todo, lo mejor que podría suceder es que Quico diera sus primeros pasos guiado por una mano amiga y segura. Así se le quitarían esas mañas infantiles tan peligrosas.»
Y lo que menos sospechaba, en su cabecita insignificante, es que reconstruía los argumentos de Mme. de Warens cuando se propuso por iniciadora y tutora al adolescente Rousseau.
Federico se había asomado a la ventana y meditaba:
«¡Mejor que mejor! Así también yo la tendré a mi alcance. Hace mucho que ella no incurría en un desliz, y yo no me atrevía a insinuarme. Y, dada su amistad para con Enriqueta, mucho menos. Pero ahora, iniciado el movimiento, tiene que continuar. La haré sentir, por lo pronto, que me he dado cuenta.»
En este momento se volvió y, aprovechando la ausencia de Enriqueta y el aturdimiento de Quico, que por nada se hubiera atrevido a levantar los ojos, miró fijamente a Almendrita, con nueva intención en la mirada.
Almendrita, que en ese momento se levantaba de la mesa, se dejó guiar por su instinto y sus hábitos femeninos; se provocó a sí misma, si vale decirlo, un nuevo acceso de rubor; hizo como que sólo ahora se daba cuenta de su semidesnudez, como que quería esconderse dentro de su propio cuerpecito; cerró y abrió los ojos. Y, como atraída por la fascinación de Federico y su implacable mirada, se lo jugó todo valientemente: se dirigió hacia la ventana, rozó a Federico con todo el cuerpo, contempló alternativamente al varón y al muchacho, sintiéndose dueña de los dos y midiendo sus dominios con la mirada. Le pareció que se abría ante ella una avenida de continuados deleites; le saltó el corazón; tembló visiblemente y sin poder evitarlo, y dirigiendo una mirada a la playa, exclamó:
—¡Esto sí que es el Paraíso!
Enriqueta seguía en la cocina, fregando trastes. Quico escapó corriendo al jardín. Federico, inmóvil, recibió de frente la metralla que le lanzaba Almendrita, por todos los poros de su ser.
México, mayo de 1946 |