Juanito Angulo era un pollito atildado, elegante, correctísimo, que antes hubiera consentido en dejarse caer desde un aeroplano a toda velocidad, que en llevar unas arrugas en el pantalón o la más ligera desviación en la lírea que él hubiese trazado a su corbata.
No había tenido más estudios ni más carreras ni más aspiraciones, que el afán de ir siempre vestido sin tacha y el de hacer una buena boda. Todo lo demás, en el mundo, le inspilaba el mismo desdén que a nuestro amigo el formidable doctor Bombarda, la mayor cabeza que se conoce, deben inspirarle los microcéfalos.
Juanito Angulo no perdonaba ocasión de exhibirse. En la Castellana, en los teatros, en los toros, se le hallaba. Era, en fin, la Tarasca de todas las funciones, y el majadero de más circulación en toda la capital y sus alrededores.
Y como nunca falta un roto para un descosido, Juanito encontró por fin la proporción que deseaba. Una chica cuya familia poseía un envidiable capital y una gran admiración por el guardarropa de Juanito y por su linda figura.
El elegante pollo dedicaba todos los días un espacio de tiempo a calcular los diferentes empleos que podría dar al dinero de su mujer, tan pronto como pasase a sus manos pecadoras. Y era ya tan feliz, como si lo poseyese efectivamente.
Pero he aquí que la felicidad de las cosas terrenas es poco durable, y la suerte a veces tiene buen tino para castigar como es debido a los tontos de la cabeza. ¡Quién había de decir al apuesto joven que su fortuna estaba pendiente de un menudo y ridículo detalle! Había llegado un día solemnísimo. El de la visita a los padres de la novia para verificar la ceremonia de la petición de mano. Juanito, no hace falta jurarlo, había llevado aquel día a la perfección el arte del arreglo de su persona. Por muy exigente que fuese el encargado de juzgarle, no hubiese encontrado reparo que poner a aquella labor tan completa como perfecta.
Hizo una entrada triunfal en el salón de casa de su novia, donde le esperaba la familia en pleno. Aposentóse en un sillón al lado del sofá donde se hallaba, y frontero a otro sillón en el que la madre estaba. Los dos hermanos y las tres hermanas de la futura esposa, se hallaban también en diferentes asientos situados frente a él.
Y antes de formular la petición tan deseada, comenzó un discurso ensalzando las excelencia de la familia, en cuyo seno aspiraba a entrar en breve plazo. ¡El suegro, no; era su suegro! Sería el hermano más cariñoso de su yerno. ¡La suegra! Tenía que ser, ¡no había más que verla!, una madre cariñosísima para su nuevo hijo. Pues ¿y los hermanos? ¿Dónde hallar más cordiales camaradas?...
No pudo proseguir en sus elogios. Todos los colores del iris pasaron por su lado. Acababa de ver, y en la cara de los circunstantes se notaba que lo habían advertido también, algo trágico y espantoso. Bajo su pretina asomaba sobre la tapicería del sillón una punta de lienzo blanco...
Balbuciente ya intentó proseguir su discurso, mientras tapándose con la chistera hacía prodigios de habilidad para ir colocando, con el necesario disimulo, aquella tela impertinente en el lugar de donde no debió salir. Al cabo, cuando creyó que ya no había rastro de aquelío, apresuróse todo azorado a levantarse y partir, dejando, por supuesto, para mejor ocasión, el momento de pedir la mano de la muchacha. Algunas risas ahogadas de los circunstantes mezcláronse entre los saludos de despedida. Risas que estallaron francas cuando Juanito, saltando los escalones de cuatro en cuatro, se plantó en la calle a caza de un simón.
Y una vez en su casa, cuando comenzó a desnudarse, su asombro fué tremendo cuando vio que no era lo que él se figuraba, sino un lindo y breve pañuelo femenino, lo que él se había guardado tan de prisa en un lugar que no suele ser a tales prendas destinado.
La presunta novia había estado en el sillón que luego ocupó Juanito, y había olvidado sobre el asiento su pañuelito de blanca y finísima batista, que el desventurado novio había confundido lastimosamente.
Tan lastimosamente que aquella grotesca ofuscación le costó la pérdida de una dote como le será difícil encontrar otra, aunque use cuando vaya de visita los pantalones con trampilla como los currutacos.
(Revista “Flirt” de Madrid, 14 de diciembre de 1922) |