El capitán Moncada, que se hallaba con su regimiento de caballería de guarnición en una vieja ciudad castellana, recibió de muy mal grado la noticia que le dieron en el cuartel de que durante unos días no se concediera licencia a nadie para salir del cantón, porque se esperaba de un momento a otro la visita del capitán general de la región, quien, al anunciarla, no había fijado fecha, declarando sólo su proximidad y el deseo de presentarse de una manera imprevista.
A Moncada le contrariaba aquello enormemente, porque pasaban algunos días, el jefe no llegaba y él veía acercarse la fecha del baile en casa de los de Sarrachaga, nuevos ricos que habían comprado un palacio en Madrid, y querían inaugurarlo con una fiesta espléndida. A Moncada le preocupaba ese baile porque la última vez que vio a la linda viuda Clotilde Martel, por la que andaba bebiendo los vientos, ella hubo de citarle para la inauguración del palacio de Sarrachaga, prometiéndole que de la entrevista de entonces podría salir una determinación seria y definitiva para ambos.
El capitán vio llegar el día fijado para el baile y resolvió arriesgarse por su cuenta a desaparecer aquella tarde y no volver hasta el siguiente día. Para poder realizar con facilidad su plan, saldría de uniforme a dar un paseo a cabello, y alejándose por la carretera, llegaría a la primera estación, donde su asistente, que habría ido en el tren, le esperaría con la ropa que había de vestir por la noche.
Calculó que saliendo a las tres y media podría llegar a la estación vecina a tiempo de coger el tren que pasaría por allí a las cuatro y cuarto, lo que le ponía en condiciones de llegar a Madrid cuando la fiesta fuese a comenzar. En efecto, a medio día acababa de tomar el vermouth en el Casino, cuando tuvo una cuestión con un tipo, que, porque no se creyera que no era capaz de tener arrogancias con un militar, acabó planteándole un desafío. Moncada le contestó que no le aguantaba impertinencias, y que teniendo precisión absoluta de disponer de aquella noche, veinticuatro horas después podían matarse donde al provocador le diera lagaña. Combinóse el encuentro, y el capitán se fue a su casa ya tranquilo por haber salvado aquel obstáculo a su marcha. Pero en su casa halló una orden por la que el coronel citaba a todos los capitanes en su despacho a las tres y media.
Moncada se puso furioso, aunque todavía pensó en que si la entrevista era breve, podría coger, sino el tren de las cuatro y cuarto, el de las cinco menos diez, ya que su asistente tenía orden de esperarle en la otra estación hasta que él llegara. A la hora exigida entró en el despacho del coronel, y vio unas sillas colocadas simétricamente delante de la mesa. ¡Habría, pues, que sentarse! Así ocurrió. Llegó la conferencia, sobre motivos de régimen interior del cuartel, y nadie tenía prisa por acabar. Cuando salieron eran las cinco menos cuarto.
Moncada pensó, como en un último recurso, en el tren de las siete. Si perdía ese había perdido el baile, y aun así, llegaría bastante después de empezado el festejo. La tarde era invernal, comenzaba a oscurecer, y un viento helado metía las gotas de lluvia en la cara como si disparasen alfileres. Pero el capitán vio en su ilusión el rostro amable y bienamado de Clotilde Martel, y picó espuelas al caballo, que se lanzó a galope por la carretera adelante. Unos metros antes de la estación del pueblo próximo había un paso a nivel que tenía la cadena echada. Moncada no vio el obstáculo, y allá se estrellaron caballo y caballero. El caballo quedaba inútil, pero el caballero a salvo. El tiempo preciso para dar al guardabarrera un par de duros y las señas para que si el animal podía andar, lo hiciese llevar a casa del capitán.
Al fin el baile. Clotilde estaba muy entretenida con otros galanes, y recibióle malhumorada. Fue menester una larga conversación a solas, para reconquistar su gracia. Lo tremendo era que ella hablaba de que no amaría a un hombre sin hacerle pasar por pruebas que demostrasen su amor.
—¡Si tú supieras!—pensaba él.
Salieron juntos y solos. Ella consintió en escucharle en la intimidad de su casa, y allá fueron. Era de mañanita cuando salió Moncada, que tenía legítima prisa por volver a su lugar de guarnición.
Cuando llegó al cantón eran las dos de la tarde. Lo primero que supo era que el capitán general se había presentado aquella mañana y que la ausencia de Moncada no había podido pasar inadvertida. Sobre los males que se habían procurado la víspera, vínole un arresto que comenzó a cumplir con un brazo roto a consecuencia del desafío pendiente y con la amargura de saber que a su caballo había habido que rematarle.
Y al cabo de unos días recibió esta carta de Clotilde:
«Desde aquella noche del baile no he vuelto a saber de usted, ni he recibido más que una tarjeta con un recuerdo insignificante, y luego una postal con un pretexto absurdo para no venir. No ha sabido usted comprenderme. Y no me volverá usted a ver más.»
Pero ella no sabrá nunca lo que pasó aquella noche para ir al baile el gentil caoitán.
(Revista “Flirt” de Madrid, 29 de Junio de 1922) |