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Pedro de Répide

"El confesor confesado"

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El confesor confesado

 

Juan Fernández sintió vivos deseos de acudir al tribunal de la penitencia. Era un buen creyente y fiel cristiano- Su conciencíale inquietaba con ciertos resquemores, y así hubo de resolverse a abrir el vademécum de sus Picadillos ante un ministro del Señor.

El padre Ambrosio de la Transverberación, que estaDa de tanda, hallábase grave y majestuoso, como la seriedad de sus funciones requería, esperando en el confesionario la oveja que viniese amorosa al buen redil.

Este confesor tenía una gran clientela de uno y otro sexo, por no decir de ambos sexos, aunque también pudiera ser verdad en muchos casos. El fue quien impuso a cierta feligresa aquella sabia penitencia.

Ocurrió que Juana, mujer muy devota y religiosa ella, cometió una vez cierta infidelidad para con su marido, cosa que no tiene mucho de particular ni en las devotas ni en las impías.

Y como tenía en mucho la tranquilidad de su conciencia, fuese aconfesar.

—¿Cuántas veces ha sido ofendido tu buen esposo?— preguntó el presbítero.

—Nueve veces, señor—contestó la penitente bajando los ojos, que por cierto eran de los de date preso.

—Nueve veces, ¡ah! Es preciso que yo consulte con obispo la penitencia que te corresponde. Vuelve mañana y te lo diré.

Al otro día volvió la mujer y el cura hubo de decirle:

—Ya lo he consultado; tienes que rezar cinco Salves.

Pasado poco tiempo volvió la misma penitente al confesionario.

—¡Ay , padre!

—¿Qué es ello?—preguntaba el clérigo mientras se pasaba dulcemente las manos por el abdomen, sobre poco menos.

—Que he vuelto a faltar a mi marido, y han sido siete veces.

El cura púsose entonces a pensar qué penitencia le correspondería para las siete veces. Pero andaba mal de matemáticas y no atinaba con la proporción. Al fin, cansado de pensar, que era operación que le aburría mucho, hubo de decirle así para resolver el caso:

—Hija mía. Engáñale dos veces más y reza cinco salves, lo mismo que la otra vez.

Esta otra vez, como ya queda dicho al principio, no era una Juana sino un Juan quien llegaba al pie del confesorio. Fue Juan Fernández, que comenzó sus revelaciones mandamiento por mandamiento.

—Bueno, hijo mío, vamos a ver. Van bien los tres primeros. Sigue. ¿Honras a tu padre y a tu madre? ¿Has matado a alguien?

— Verá vuestra reverencia. Es el caso que hace cosa de un año tuve una riña con cierto truchimán. Vinimos a las manos, y no sé a punto fijo cómo fue la cosa; el caso es que le maté.

—¡Ah, desgraciado!

—Pero sucedió que por aquel entonces conocí a una mujer de la que hace poco tiempo he tenido un hijo.

— Eso ya es otra cosa. Mataste a uno, hiciste nacer a otro. Tu cuenta con la humanidad está saldada.

—Y con la iglesia, que primero la proporcioné un funeral y luego un bautizo.

—Sigamos adelante con los mandamientos.

—¡Ay, padre!

—¿Qué te ocurre? Vamos, vamos, desecha tus escrúpulos. Aquí estamos para oirlo todo.

—Verá vuestra paternidad. Anoche estuve a punto de pecar con una desgraciada mujer que se dirigía honradamente a su casa. Era en ese rincón de la plaza de las Carmelitas, donde hay un árbol grande.

—Cuenta, cuéntame lo que pasó.

—Que la Providencia llegó a tiempo. Iba a suceder algo grave, cuando sentí pasos. Avergonzado del atraco que cometía, me escapé. Allí quedó la desgraciada, pero incólume por fortuna.

—¡Infetón! ¿De manera que fue en el rincón de la plaza de las Carmelitas? ¿Debajo del árbol grande?

—Sí, señor. Sí, señor.

—¿A eso de las ocho y media?

— Sí, señor.

—Más te valiera haberte quedado. Porque quien llegaba era yo. Y en tal estado encontré a aquella pebrecilla, que no tuve más remedio que quedarme un rato largo prodigándole mis consuelos.

(Revista “Flirt” de Madrid, 13 de abril de 1922)

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