Nacido de una piedra, vive debajo de una y en ella se cavará la tumba.
Lo visito frecuentemente, y cada vez que levanto su piedra tengo miedo de encontrarlo y miedo de que ya no esté allí.
Pero está.
Escondido en aquella guarida seca, limpia, estrecha y propia, la ocupa plenamente, hinchado como una bolsa de avaro.
Si la lluvia le hace salir, viene a mi encuentro. Unos cuantos saltos pesados, y luego me mira con ojos enrojecidos.
Si el mundo injusto lo trata como a un leproso, yo no temo agacharme junto a él y acercar al suyo mi rostro de hombre.
Luego reprimiré un gesto de asco y te acariciaré con la mano, sapo.
En la vida se tragan otros sapos que repugnan más.
Ayer, no obstante, me faltó tacto. Fermentaba y sudaba, con todas sus verrugas reventadas.
-Mi pobre amigo -le dije- no quiero ofenderte pero, ¡Dios santo! ¡qué feo eres!
Abrió su boca pueril y sin dientes, de aliento caliente, y me respondió con un ligero acento inglés:
-¡Pues anda que tú! |