Cuando a la luz de un quinqué escribo mi página cotidiana, oigo un ruidito. Si me detengo, para. Y vuelve a comenzar en cuanto rasco el papel.
Es un ratón que se despierta.
Puedo adivinar sus idas y venidas junto al agujero oscuro en el que nuestra criada guarda sus cepillos y sus trapos.
Brinca por el suelo y trota sobre las baldosas de la cocina. Pasa junto a la chimenea, bajo el fregadero, se pierde entre la vajilla y gracias a una serie de reconocimientos que cada vez le llevan más lejos, se acerca a mí.
Cada vez que dejo descansar mi portaplumas, ese silencio le inquieta. Cada vez que lo utilizo, cree que quizás haya otro ratón por los alrededores y se siente más tranquilo.
Luego no vuelvo a verlo. Se halla bajo la mesa, junto a mis piernas. Circula de una pata de la silla a otra. Roza mis zuecos, mordisquea la madera de éstos o, con un alarde de valentía, ¡se encarama en ellos!
Y sobre todo no puedo mover la pierna, ni siquiera respirar con fuerza, pues huiría.
Debo, sin embargo, seguir escribiendo y, temeroso de que me abandone a mi aburrimiento de persona solitaria, escribo signos, naderías, muy pequeñito, menudo, menudito, como él roe. |