Al pasar junto a la cruz situada en las afueras del pueblo al que parece proteger de alguna sorpresa desagradable, Tiennette, la loca, vio que el Cristo se había caído.
Durante la noche el viento lo había desclavado y arrojado al suelo, sin duda.
Tiennette se santigua y levanta el Cristo con todas las precauciones, como si se tratara de una persona aún viva.
No puede volver a colocarlo en la cruz que está demasiado alta; pero tampoco puede dejarlo solo, al borde de la carretera.
Además, se ha estropeado al caer y le faltan varios dedos.
-Voy a llevar el Cristo al carpintero para que lo repare -se dice.
Lo agarra piadosamente por la cintura y se lo lleva, sin correr. Pero es tan pesado que se desliza entre sus brazos y, con frecuencia, se ve obligada a subirlo con una violenta sacudida.
Y cada vez, los clavos que antes sujetaban los pies del Cristo se enganchan a la falda de Tiennette, la levantan un poco y dejan ver sus piernas.
-¡Quiere estarse quieto, Señor! -le dice ella.
Y con toda sencillez, Tiennette da unos suaves cachetes en las mejillas del Cristo, con delicadeza, con respeto.
|