Se desliza en el estanque como un blanco trineo, de nube en nube.
Porque solamente tiene hambre de las nubes que en forma de copos ve
nadar, ir de sitio en sitio y perderse en el agua. El cisne quisiera una de
ellas. Le apunta el pico y sumerge de golpe su cuello revestido de nieve.
Después, como un brazo de mujer que sale de una manga, vuelve
a sacarlo.
No hay nada.
Observa: las nubes, amedrentadas, han desaparecido.
Por un solo instante queda desengañado, porque las nubes no tardan
en reaparecer y allá abajo, en donde mueren las ondulaciones del agua,
algunas de ellas se rehacen.
Dulcemente, sobre su ligero cojín de plumas, el cisne rema y se
acerca.
Se agota en pescar engañosos reflejos y probablemente morirá víctima de esa ilusión, antes de atrapar un solo pedazo de nube.
¿Pero qué estoy diciendo?
Cada vez que se sumerge remueve con el pico el cieno que lo alimenta y saca una lombriz.
Y engorda como un ganso.
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