Mais le front n'avait plus ses roses de lumière,
Mais rien ne battait plus dans le sein adoré,
Qui versait sur le monde à son matin sacré
Tes flots brûlants et doux, ô Volupté première!
LE CONTE DE LISLE.
La ciudad de Zur, edificada en el centro de una inmensa llanura, levantaba, bajo un cielo eternamente azul y entre el oro glauco de las frondosas arboledas, las torres de sus palacios. En otro tiempo había sido la ciudad más célebre del mundo; y una multitud de poetas y de trovadores, populares antaño, olvidados ogaño, habían escrito su historia y cantado sus maravillas.
De los tres millones de hombres que habitaron al principio, ya no quedaban, por tanto, sino cien individuos, únicos descendientes de la población más numerosa, únicos herederos de las más grandes riquezas.
Esa centena de nababos, vivía tranquilamente sin detestarse y sin amarse. Aunque, en realidad, todos tenían la misma posición y la misma fortuna, uno de ellos — último vastago de la dinastía zuriana — continuaba, nominalmenle, siendo rey. Los demás veneraban en él el recuerdo de un a antigua y noble familia y eso era todo; pues como la ciudad estaba demasiado aislada de las otras ciudades del universo y como sus vecinos vivían en la más perfecta harmonía, nunca tuvo necesidad de organizar un ejército ni de pronunciar una sentencia.
Cuando los países de Europa eran aún completamente bárbaros, Zur era ya un país completamente civilizado, más civilizado que nuestro mundo contemporáneo. Los progresos de la industria y de la ciencia, habían proporcionado a sus habitantes un bienestar material completo y perfecto: los zurianos no tenían necesidad de trabajar para vivir holgadamente. La inteligencia adquiría sin esfuerzo, gracias a la simplificación de los métodos, las nociones universales. Y lo que sabían les bastaba para no desear aprender lo que ignoraban. El desarrollo y la popularidad de la ciencia había dado por fruto la igualdad; las carreras y los oficios habían desaparecido y las grandes fortunas ganadas por los hombres primitivos seguían intactas en el fondo de las arcas. Nadie compraba nada, puesto que nadie tenía necesidad de cosa alguna.
Un día el viejo rey, patriarca de aquel rebaño de afortunados, reunió a sus cien subditos alrededor de una mesa bien servida, creyendo que su título le daba ciertos derechos y que su cetro imaginario era útil a la ciudad. Cuando el banquete estaba a punto de terminar y mientras todo el mundo se llevaba a los labios las últimas copas, el monarca, cuya frente estaba adornada de una corona de diamantes y cuyo cuerpo estaba envuelto en un manto de púrpura, levantóse y dijo:
— Ya comienzo a sentir que la hora de mi muerte se aproxima ¡oh buenos amigos míos!... Yo habría querido que esta fiesta tuviese por objeto la consagración de un nuevo rey, hijo mío y representante de mi raza; pero vosotros sabéis bien que el vientre de mi esposa Ierta fué infecundo. Escoged, pues, vosotros mismos, al que deba sucederme, para que yo pueda tener la dicha de bendecirlo con mis manos, de entregarle mi cetro y de coronarlo con mi corona.
Al oír estas palabras, los noventa y nueve tributarios del viejo rey comenzaron a gritar confusamente.
Al fin una voz dominó el barullo:
— ¿Qué necesidad tenemos de elegir tu sucesor?... El pueblo de Zur muere con tu dinastía. Mira a tu alrededor y verás a tus últimos súbditos. Entre nosotros no hay un solo niño, ni siquiera un joven, porque nuestra raza debilitada por el vicio y por el trabajo de nuestros antepasados no puede ya retoñar.
La medicina, con su impotencia vanidosa e hipócrita, nos ha proporcionado los remedios para curar la enfermedad y el dolor del cuerpo, pero no ha sabido ni renovar nuestra sangre ni convertir en seres nuevos y valientes los seres viejos y gastados.
— ¿Qué importa — replicó el rey — que nuestro pueblo muera con nosotros? Vosotros viviréis aún muchos años, durante los cuales os será necesaria la autoridad de un monarca.
— No — contestó el hombre . — Zur no necesita nada y lo único que sus habitantes desean es morir. Tú lo sabes bien: nosotros podemos hacer, sin trabajar, que la tierra produzca los frutos mejores; nosotros podemos preparar, en un instante y sin fatigarnos, los manjares más exquisitos, pero nuestro gusto y nuestro olfato están estragados. Nuestros palacios están llenos de oro y de pedrerías, pero ni el reflejo de las joyas ni el color de los tapices halagan nuestra vista. Nosotros hemos llenado de fardo los rostros de nuestras mujeres y de perfumes sus cuerpos y de ungüentos sus cabelleras; nosotros hemos empleado todos los filtros para despertar en ellas la voluptuosidad dormida, pero las caricias nos hastiaron y los besos más ardientes nos parecieron siempre fríos. Nosotros conocemos los misterios de la bóveda azul y podemos leer en sus astros luminosos la historia futura de la atmósfera, de la cultura y del organismo; nosotros sabemos lo que hay bajo nuestras plantas y lo que hay sobre nuestras cabezas, pero nuestra indiferencia es mayor que nuestra sabiduría... ¿Y sabes por qué ¡oh rey? Porque no esperamos nada. Si creyéramos en el misterio; si el pasado fuese más obscuro y el porvenir menos claro; si tuviésemos deseos y esperanzas, recuerdos e ilusiones, nuestra vida sería más amable; pero hemos desgarrado el velo que cubre el arca de los secretos y hemos encontrado vacío el fondo. No conocemos el sufrimiento ni la pobreza, pero tampoco conocemos la fe, ni el temor, ni la pasión y por eso lo único que deseamos es morir...
Estas últimas palabras fueron repetidas por cien bocas.
De pronto el rey habló:
— No me quedan sino algunos instantes de vida; conducidme a la torre de mi palacio par a que mis ojos cansados puedan, antes de cerrarse para siempre, mirar a Zur otra vez...
El sol derramaba su áurea luz sobre los jardines; las palmeras se destacaban sobre la superficie cenicienta de la necrópolis. El rey se acordó entonces de lo que había leído en las antiguas crónicas sobre esa ciudad llena antaño de mercaderes, de soldados, de prostitutas y de caballeros; la gran población muerta apareció un momento ante su vista, oscurecida ya por el velo de la agonía, y sus párpados se llenaron de lágrimas.
Sus vasallos se habían arrodillado a su alrededor, después de depositarlo sobre un lecho de oro....
El viejo monarca lanzó el último suspiro...
Entonces los noventa y nueve zurianos restantes, rompiendo el engarce de sus sortijas, absorbieron el contenido... Y todos dejaron de existir casi al mismo tiempo que su rey, borrando así el secreto de su civilización y de sus dolores...
Cuentos escogidos de los mejores autores franceses contemporáneos. París: Garnier Hermanos, Libreros-Editores 1893. Traducción española de Enrique Gómez Carrillo |