Capítulo 5
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Biografía de Santiago Ramón y Cajal en Wikipedia | |
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Música: Brahms - Klavierstucke Op.76 - 4: Intermezzo |
El pesimista corregido |
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V La vida del cuitado Juan se iba haciendo por cada día más difícil. Cierto que su clarividencia portentosa le permitía evitar los microbios; pero tal ventaja no había influído en su sensibilidad, de cada vez más susceptible, y ajustada, ab initio, para otra gama de sensaciones visuales. A causa de esta inarmonfa entre la excitación y la reacción, cobró repugnancia al vino, al agua, a la carne..., a todo. Pasaba los mayores apuros a la hora de comer, y no obstante intervenir él personalmente en las faenas cocineriles, esterilizando, filtrando, analizando y limpiando primeras materias, le ocurría a menudo sorprender en los alimentos y bebidas bicharracos o bacterias que le asqueaban el estómago y le quitaban el apetito. En virtud de un fenómeno psicológico difícil de explicar, aun los manjares más limpios y saludables causábanle repugnancia y escrúpulos. Porque a sus ojos, la carne no era carne, sino paquetes de rojas y contráctiles lombrices (las fibras musculares estriadas); el tocino aparecíasele como un montón de globos enormes, semejantes a bomboneras repletas de un líquido aceitoso y de cristalizaciones radiadas (células adiposas y cristales de margarina); el pan presentábasele cual conglomerado de granos almidonosos, empotrado en una ganga transparente (el gluten), donde destacaban toda suerte de inmundicias; el queso se le antojaba asqueroso criadero de microbios, arca de Noé palpitante de vida inmunda, nauseabunda carroña capaz de levantar el estómago de un difunto. En ocasiones, al hallarse en el comedor rodeado de apetitosas viandas, figúrabase estar en un laboratorio histológico, ocupado en de vorar, impulsado de extraña aberración, una colección de preparaciones microscópicas. Los sesos, particularmente, inspirábanle supersticioso terror. —¿Quién se atreve a comer—exclamaba—una célula nerviosa erizada de brazos suplicantes, que parecen vibrar todavía con el dolor del golpe mortal asestado por el matarife? Por de contado, aborreció también el agua común, donde hormigueaban, entre otros gérmenes, el insidioso bacilo tifoso y el bacillus coli communis; repugnó el vino, frecuentemente impurificado con el micoderma aceti y el torula cerevisiae, y la leche, donde pu lulaba el bacilo de la tuberculosis, amén de tal cual bacteria de la fermentación; y acabó por no beber sino agua hervida y previamente esterilizada con la bujía de Chamberland. Infinitas eran las precauciones tomadas por el receloso Juan en el aseo y esterilización de platos, vasos, botellas, manteles, cuchillos y tenedores. Con tales rarezas y meticulosas aprensiones, excusado es decir cuál sería el humor de la infeliz cocinera. Pensó sencillamente que su amo había perdido el juicio. Y en efecto, poco le faltó a nuestro protagonista para dar al traste con su razón. Ante sus ojos asombrados, había huido el encanto de la existencia. Desvanecíanse esos tenues y rosados velos con que la piadosa Naturaleza disimula la punzante acritud de las cosas y la ruda contextura del mundo. Y en punto a desconciertos y a impresiones desagradables, allá se iban el campo y la ciudad. Así, cuando nuestro héroe paseaba por las afueras, veíase rodeado de enjambre bullidor de tenues partículas, las cuales, imponiéndose por su tamaño en los primeros términos, robábale la vista de las azules lejanías. Mayor tortura experimentaba aún al aventurarse en el tráfago y estrépito de la ciudad. Perdido y desorientado a causa de la extrema impureza del ambiente, en vano pretendía enfocar, a lejanas distancias (es decir, en las condiciones en que sus ojos hubiéranle proporcionado imágenes normales de los objetos), edificios y monumentos, carruajes y personas: una cortina de indefinibles impurezas, continuamente estremecida por el viento y hasta por las palpitaciones del sonido, esfuminaba los contornos de las cosas y exageraba la distancia de los últimos términos. Comparable a un viajero sorprendido en el campo por furiosa nevada, solo a rápidos intervalos vislumbraba el horizonte. Unicamente al declinar la tarde, cuando la luz del cielo bañaba la tierra en dulce y macilento claror, comenzaban a eclipsarse los inoportunos y mareantes polvos atmosféricos, y hallaba Juan tregua a la dolorosa fatiga de sus ojos. Por esta razón se le veía a menudo, durante el crepúsculo, discurrir o barzonear solitario por las recónditas veredas del Retiro, bajo las obscuras frondas de los pinos, entregado a sus reflexiones. Allí, al menos, libre del turbulento oleaje de las sensaciones diurnas, podía pensar, recobrar la posesión de sí mismo, buceando en el revuelto mar de sus recuerdos...; en el cual ¡ay! necesitaba remontarse muy atrás, recorrer casi enteramente el registro de la juventud, para topar con alguna grata remembranza compensadora del amargo presente y confortadora de sus desmayos. |
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