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Santiago Ramón y Cajal

"El fabricante de honradez"

Capítulo 7

Biografía de Santiago Ramón y Cajal en Wikipedia

 
 
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Música: Brahms - Klavierstucke Op.76 - 4: Intermezzo
 
El fabricante de honradez
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VII

Habían transcurrido tres meses más de la memorable experiencia. Las autoridades locales, así como la policía, estaban encantadas de una tranquilidad que les permitía dormir a pierna suelta. Y, con todo eso, en medio de aquel sosiego y bienandanza, no faltaron espíritus cavilosos y descontentadizos que se mostraron inquietos por el porvenir. Aquella paz octaviana les asustaba. Temían que los habitantes de Villabronca hubiesen sido transformados en autómatas, en máquinas morales, incapaces de sentir el estímulo del pecado, pero impotentes también para los grandes arranques de la generosidad y del patriotismo.

Poco tiempo después la vida comenzó a ser harto uniforme y aburrida. Algunos estudiantes y militares llegados de la corte a principios de la canícula, deploraban amargamente tan desoladora atonía. En vano pedían amores, más o menos irregulares, a solteras y casadas. ¡Cuánto echaban de menos la antigua y graciosa coquetería, tan rica en dulces promesas y en sabrosos peligros!

Fieles ahora a sus sagradas obligaciones, las casadas bellas y jóvenes, más seductoras que nunca gracias al irresistible atractivo del pudor, desesperaban a los ricachones y calaverones no vacunados, cuya única profesión y razón de existencia fue siempre la galantería. Abolida en las tertulias la chismografía, sobrevino el hastío. El género chico hacía dormir en el teatro de verano a unos cuantos viejos caducos, solitarios devotos de Talía y de Terpsícore. Cesó en los cafés el encanto de la conversación, porque huyeron de los corrillos y cenáculos la envidia y maledicencia. Vióse entonces cuán difícil es hacer reír sin molestar; quedando patente que los tenidos por ocurrentes y graciosos no eran en puridad sino unos desahogados: en cuanto no pudieron herir, hicieron bostezar...

.........

Transcurrieron dos meses más. Las quejas tímidamente apuntadas por los descontentos se convirtieron en descaradas protestas. Por cada día la nube del enojo se cargaba de electricidad, amenazando estallar ruidosamente.

Los hombres de orden, o, por mejor decir, los que viven del orden, comenzaron a trinar contra un estado de cosas que amenazaba, según ellos, con mover los cimientos de la sociedad y la estabilidad de sus estómagos. Lamentábanse los caciques, así republicanos como monárquicos, de la indiferencia de las masas, y entreveían, llenos de pavor, días aciagos en que ellos, los paternales y previsores caudillos del pueblo, tendrían que trabajar para comer. Sin vicios y sin malas pasiones, con salud, economía y trabajo, ¿qué les importaba a los villabronqueses de credos políticos salvadores y panaceas sociológicas infalibles?

Sin embargo, hasta entonces las quejas y murmuraciones no trascendieron a la Prensa ni al púlpito. La protesta pública, con escándalo y ruido, inicióla el párroco (del cual se recordará que declinó la vacuna y se dignó solamente autorizarla con su presencia), quien, en un fogoso y antisugestionante sermón, fulminó terribles anatemas contra el doctor. A la verdad, motivo tenía para indignarse al contemplar cómo se había entibiado el fervor religioso de sus feligreses, cómo de día en día eran menos frecuentados los sacramentos y las ceremonias del culto. El mismo desconsolador descenso acusaban mandas piadosas y esos generosos auxilios consagrados por la devoción al adorno de los altares y al esplendor y decoro de las fiestas religiosas. Una vez más se confirmó que el pueblo sólo se acuerda de Santa Bárbara cuando truena. ¿Para qué pedir a Dios lo que el trabajo y la sobriedad proporcionaban? Por otra parte, el exceso de bodas no compensaba la merma de los entierros y de los derechos de pie de altar. Si las cosas seguían por este camino, llegarían tiempos nefastos en los cuales el rebaño emancipado del dogma se pasaría sin pastor...

Aunque no se diese cabal cuenta del mecanismo psicológico de su odio, ello es que el santo varón odiaba cordialmente a Mirahonda, el audaz revolucionario. Era, sin duda, parte a esta aversión la desconsoladora ruina de las temporalidades, pero entraban, además, en juego más hondas causas. Quizá la voz secreta del instinto le decía que el exótico doctor era el apóstol de una religión rival que venía a robarle, en nombre de no sé qué privilegios de la ciencia profana, el monopolio de las conciencias. Y el instinto no le engañaba. ¡Ah, si el párroco hubiera leído las revistas psicológicas e hipnológicas! Por si acaso conociera las obras de Mirahonda, publicadas en Archivos y «Centralblats », ¡a qué extremos de indignación habría llegado en sus excomuniones!... Porque Mirahonda era precisamente autor de un célebre libro titulado «La sugestión religieuse et politique», en el cual presentaba a los sacerdotes, como sugestionadores de absurdos dogmas y de prácticas fetichistas groseras, para cuya imposición recurrían, entre otros medios auxiliares, al terror del infierno, a los deliquios de la gloria, a la fastuoidad del culto, a la misteriosa penumbra de la iglesia, a la monotonía adormecedora del rito y a los lánguidos acordes del órgano. Según la teoría de nuestro doctor, la sugestión religiosa obraba provocando en el celebro la impresión profunda de la fórmula dogmática y atrofiando todas las vías de asociación circunvecinas, de las cuales se sirve precisamente el sentido crítico. Para Mirahonda, el dogma religioso filosófico viene a ser un cantón ideal hermético, absolutamente desligado de los principios de la razón y de los datos de la experiencia; algo así cual bloque errático, arrastrado a la llanura por colosal y prehistórico glaciar y sin relación ninguna con el sistema orográfico y petrográfico del país. Limpiar las circunvoluciones cerebrales de tan gigantescos monolitos que interrumpen el curso del pensamiento y esterilizan la labor reflexiva, debe constituir, según el citado reformador, la principal preocupación del pedagogo.

Pero volvamos a los volubles feligreses del párroco, entre los cuales no cundía menos el descontento, aunque por motivos harto más terrenales y groseros. Algunos picapleitos, a quienes el doctor olvidó subvencionar, ponían el grito en el cielo al ver que durante un año no había ocurrido en el término ni una estafa, ni un homicidio misterioso, ni un miserable pleito de pan llevar. Desolado y echando pestes de Mirahonda, recorrió el diputado del distrito figones y tabernas, fábricas y campiñas. Según costumbre, no anduvo parco en promesas: supresión de las quintas, abolición del impuesto de consumos, construcción de no sé cuántos puentes, carreteras v pantanos...; pero nadie le hizo caso. ¡Aquello era horrible!

Los comerciantes de artículos de lujo advirtieron con terror creciente baja en los ingresos. A ojos vistas arruinábanse joyerías y sederías. Cerrado el camino de la corrupción de solteras y casadas, ¿quién había de comprar ajorcas, anillos y pendientes? Sin culto la envidia y la vanidad, ¿a qué la seda, las plumas y cintajos? Como notas chillonas destacaban en aquel coro de descontentos las amargas quejas de los libertinos, inconsolables al verse obligados a llevar, en plena juventud y lozanía, morigerada vida de cuartel. Eran tanto más dolorosas sus forzadas abstinencias, cuanto que las sacerdotisas de Afrodita habían abandonado el culto y refugiándose en la santa y regeneradora religión del trabajo.

Entre los impenitentes corruptores de esta ralea señalábase particularmente dos: un capitán de la reserva, vanamente empeñado en resucitar el amor con que la casquivana mujer del síndico en pasados tiempos le regalara, y cierto mayorazgo, petimetre sensual y degradado, que entraba en frenesí al verse desdeñado de infelices domésticas, sobre las cuales había ejercido a mansalva el histórico y sabroso derecho de pernada.

¡Quién lo diría! Hasta las personas más rígidas y de probidad más acriolada se sentían inquietas y como humilladas al verse privadas de repente de veneración y respeto que el vicio tributa a la virtud. En el pueblo de santos, ¿qué podía valer la honradez? En fin: el maestro y el juez, antes acérrimos defensores de Mirahonda y entusiastas del celebérrimo experimento pedagógico, fueron también ganados por los alborotadores y sediciosos.

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