I
Aquello era todas las noches.
Apenas apagábamos la vela, principiaba el ruido, un ruidito leve, cauteloso, tímido, como el que haría un enano de Swift, que, a obscuras y de puntillas, explorase el terreno, temeroso de graves peligros. A lo que imagino, primero reconocía el campo, iba y venía, subía y bajaba, se paseaba a su gusto por todas partes, retozaba entre las jaboneras de mi lavabo, revolvía los papeles de mi humilde escritorio escolar, profanando las odas de Horacio y las églogas de Virgilio; se trepaba al «buró», y con toda claridad oía yo cerca de mí los pasos del audaz, el roce de sus uñas en la fosforera, en el libro y en el sonoro platillo de la palmatoria.
Una vez quise sorprenderle, y encendí rápidamente una cerilla: estaba encaramado en el extremo de la bujía, como un equilibrista japonés en lo alto de una pértiga de bambú.
Chiquitín como era, el molesto visitante me causaba miedo atroz. Sólo de pensar que, aprovechándose de mi sueño, iría a mi cama, se instalaría en las almohadas, saltaría a mi cabeza y arrastraría por mis labios aquella colita inestable y helada, me daba calofrío. Y héteme en vela, como escucha en vísperas de combate, conteniendo el aliento, atento el oído y abiertos los ojos para ver a mi osado enemigo. La imaginación me lo pintaba —tanto así le temía yo— colosal, horrible, hambriento, feroz como una tigre hostigada que ha perdido sus cachorros. En esta inquietud, nervioso, sobresaltado, asustadizo, pasaba yo dos o tres horas, mientras en el otro lecho dormía mi padre el sueño dulce y tranquilo que nunca falta a las personas de buena conciencia.
A la mañana olvidaba yo mis temores y recelos de la víspera, sin pensar durante el día en el ratoncillo aquel de nuestra alcoba, teatro de sus correrías.
Un día, al volver del colegio, encontré a mi padre disgustado y mohino, revolviendo papeles de música y sacudiendo pliegos carcomidos. Había descubierto que los ratones penetraban en el «sancta sanctorum» de sus amores artísticos, y cometían allí graves delitos, crímenes de lesa majestad. La requisitoria fue terrible: habían roído obras de raro mérito, de subidísimo valor: una ópera de Mozart, la «Flauta Encantada», tres sonatas de Beethoven, y la «Pastoral» y la «Sinfonía Heroica», y ¡qué sé yo qué más! El proceso había sido breve, y como no iban a fallar populares jueces, fue la sentencia draconiana: pena de muerte, garrote vil.
No tuvieron defensor los acusados. Nadie se atrevió a abogar por ellos. Yo me permití aconsejar un medio infalible para ahuyentar a los bandoleros y evitar crímenes mayores.
—¡Un gato! —dije—. Uno de esos caballeros que gastan por las noches luminosas gafas, prestará oportunos servicios en esta ocasión. Los malhechores tomarán el portante y emigrarán a tierras más propicias, al comedor, a la cocina, a la despensa. Allí no se atracarán de sinfonías clásicas, ni se hartarán de solfas inmortales, pero podrán encontrar algo más sustancioso y nutritivo.
Confieso humildemente que al tratar de castigar a mis enemigos, que lo eran muy temibles para mí los tales ratoncillos, me halagaba la idea de un escarmiento ruidoso, de una ejecución pública, como esas tan provechosas para el periodismo informador, pero, acaso, porque desde niño aprendí a no hacer daño alguno a los animales, yo prefería los medios preventivos; me ocurrió que era más llano y conveniente traer a la casa un gendarme felino, hábil, experimentado y listo, que con su presencia ahuyentara a los bandidos. Me repugnaba tender lazos ocultos y traidores y convertirnos en verdugos, por mucho que eso y más mereciesen los perjuiciosos.
—¡El «Morrongo» de mi tía Pepa! —exclamé.
—¿Un gato? —prorrumpió mi padre, sacudiendo un legajo de valses viejos—. ¿Qué dices? ¿Para que tengamos que lamentar mayores fechorías? No; esos señores de la raza felina, esos descendientes de Micifuf, no han entrado aún —que yo sepa—, por las novedades de la incineración; siguen siendo inhumadores, y con huésped así, no quedará planta con vida, ni habrá en el jardín sitio que no rasquen, ni almácigo que no destruyan.
—Pero, papá...
—Nada de peros... Además, esa gentezuela es por extremo galante, y suele obsequiar a la señora de sus pensamientos con tales serenatas y tales trovas...
—«Música del porvenir»... —pensé replicar, echándola de satírico, pero no tuve valor para burlarme de las aficiones de mi padre, vagneriano incipiente y, como tal, un tanto apasionado.
—¿Un gato, dices? ¡Quiá! ¡Una ratonera! Vete a comprarla.
II
Yo no quise comprar de esas en que las víctimas mueren aplastadas o sucumben cogidas entre agudos dientes. Elegí una que parecía un juguete, una jaulita cilíndrica de alambre niquelado, montada horizontalmente en un eje, y que giraba al menor movimiento de quien, por su mala ventura, caía en ella. Así nos ahorraríamos suplicio, sangre y muerte espantosa.
En la noche pusimos la ratonera en el lugar conveniente, después de colocar en el garfio un pedacito de jamón. Nos acostamos precipitadamente, apagamos la vela y quedé en acecho...
De fijo que el nocturno visitante andaba corriendo la tuna con sus amigos y compañeros, porque esa noche vino muy tarde, dada la una, pasito a pasito, como si recelara del peligro. Caminaba un paso y se detenía, avanzaba y volvía a detenerse; algo extraño encontraba en aquel aposento perfectamente conocido para él.
—¿De dónde vendrá? —pensaba yo—. ¿De algún convite? ¿De algún monipodio, donde se conspira contra los engafados caballeros? ¿De rondar el recóndito alcázar donde mora la beldad que le tiene ferido de amores? ¡Este doncel trasnochador, tan aficionado a la música sabia, debe ser un calavera de lo fino!
¡Ah, pícaro! ¡Buena se te espera! Quiera tu destino que vengas ahito, y no cedas a las tentaciones de la gula!
El ratoncillo, confiado y seguro, saltó a una silla, de allí el buró y dióse a ensayar sus ejercicios acrobáticos, brincando de la cerillera a la palmatoria, por burla, sin duda, por el deseo de reírse de nosotros.
Le oí bajar y correr hacia el estante. En el camino tropezó con un papel, con un pedazo de periódico... un fragmento de cierto diario... Ahí se entretuvo largo rato. ¿Estaría leyendo? No; los roedores no han de gustar de esa literatura. Fuese luego hasta la ratonera, atraído, sin duda, por el jamón, y ¡zas! ¡preso!
¡Qué ruido! La jaula giraba vertiginosamente: rin, rin, rin...
Encendí la bujía, corrí al sitio del suceso. El pobre animalito pugnaba por salir y pretendía forzar los hierros de su cárcel.
Mi padre despertó.
—¿Cayó?
—No escapará... ¿Y ahora?
—¡Mátale!
—¡Cómo!
—¿Le tienes miedo?
—No —contesté avergonzado—, pero me da lástima.
—Confiesa que tienes miedo, que te causa repugnancia... Sumerge la jaula en una cuba de agua y ahógale.
III
—Heme convertido en un verdugo, en otro Carrier —me dije—. ¡Yo no le mato!
El trasnochador se revolvía en la jaula como un loco. Pretendía huir y no conseguía más que acelerar la rotación de su cárcel.
—¡Ah, bribón! ¿Volverás a quitarme el sueño?
¡Y qué bonito era! Gris, de color de pizarra nueva, bien dispuesto, ligero, elegante, lustrosa la piel, negros los ojitos como dos cuentas de azabache. Me miraba atentamente: parecía lloroso, acongojado, como implorando clemencia, pidiendo perdón.
Traje la cuba y la llené de agua. Iba yo a sumergir la ratonera... y el valor me faltó. El prisionero no merecía tan duro castigo; acaso no era autor de las fechorías, tal vez era inocente. ¡Qué sabe un ratoncillo de esas cosas, de «Don Juan» y de «Fidelio»! Además: mi víctima tendría padres, hermanos, hijos... ¡Tal vez el hambre le había arrastrado al crimen!...
Dejé la ratonera y volví a la alcoba.
—¿Le mataste? —preguntó mi padre.
—La verdad... ¡no!... Me dió lástima...
—Le tuviste miedo... y le abriste la jaula... ¿no fue así?
—No, señor —contesté—, dejé la ratonera en el patio. Mañana...
—¡No, al instante vas y le ahogas! —repuso el anciano, con el tono imperioso de quien siempre ha sido obedecido.
¡Pobre ánimo cobarde! Si yo le hubiera dicho a mi padre que me faltaba valor para obedecerle; que aquello me parecía inicuo, atroz, se hubiera reído de mi sensiblería.
Me resolví a cumplir lo mandado.
Pero al fin no lo hice. Salí a la calle y allí puse en libertad al prisionero.
—Vete y no vuelvas, no vuelvas nunca a esta casa, donde si hay deliciosos platillos clásicos, hay también ratoneras y cubas. No vuelvas que morirás ahogado. Huye y no vengas a quitarnos el sueño, ni a causarme penas como ésta que ahora me oprime el corazón.
Huyó el ratoncillo y yo respiré tranquilo, venturoso y feliz.
IV
¿Qué sentirá un Juez cuando toma la pluma para firmar una sentencia de muerte? ¿Qué pasará en el alma del magistrado que por muy altos y poderosos motivos no puede conceder la vida a un reo de muerte? ¡Sépalo Dios!
Esa noche me ví obligado a decir a mi padre una mentira —la primera y la última— la única que oyó de mis labios en toda su vida. Esa noche viví muchos años en unos cuantos minutos. ¡Bobadas de chiquillos!
Y desde entonces, no puedo escuchar música de Mozart o de Beethoven sin acordarme del prisionero a quien dí libertad.
El otro día estaba mi novia tocando la «Pastoral»... Mientras ella ejecutaba la maravillosa sinfonía, yo creía mirar acurrucadito en un rincón del teclado al ratoncillo aquel, que me miraba con sus brillantes ojos negros, alegre y festivo, como si me quisiera decir: «¡Gracias! ¡Muchas gracias!» |