Al Sr. Lic. Don Ignacio Pérez Salazar
No me atrevo a decir que ella fue causa de todo. Acaso la buena señora tuvo razón. Era madre y debía alejar a sus hijos de todo peligro. Pero ello es que la muchacha fue a dar, mediante la aprobación del Cura, y gracias a sus buenas relaciones y a su prudente influjo, a la casa del señor Lic. don Marcelino de Aguayo, persona cristianísima, de mediana edad, riquillo, muy acreditado en el foro, bien reputado en el pueblo, casado y... ¡sin hijos!
El Cura vió claramente en el asunto, y le dijo a doña Carlota:
—¿Lo has pensado bien, hija mía? Diez años lleva esa criatura a tu lado; de ti ha recibido piadosa educación, y si tú has visto hasta hoy a Margarita como a hija tuya, ella —que es buena, dulce—, te ama y te respeta como si te debiera la vida. Tienes razón, sí que la tienes, y yo soy el primero en concedértela. Tus hijos van siendo grandes, y son unos chicos simpáticos y listos. Paco tiene ocho años (¡cómo pasa el tiempo! ¡no parece sino que ayer fue el bautizo!) y quien no lo sepa creerá que tiene catorce; Eduardito tiene doce, y quien por primera vez le vea y le trate, dirá, no lo dudes, que tiene más de quince. Son excelentes muchachos, excelentes, hija. ¡Dios te ha bendecido en ellos! No creo, como tú, que el peligro sea inminente... Todo depende de la manera como los eduques, y del modo como dirijas tu casa...
—Sí, Padre; pero... recuerde usted lo que pasó con la muchacha aquella a quien con tanto cariño acogieron en la casa de don Prudencio López... usted sabe en que paró todo. Un matrimonio desigual —¡y, démonos de santos!— puso término a la aventura y al escándalo... Alfonso merecía otra mujer...
—Sí, hija mía; pero tú me permitirás que te diga que Alfonso, que es persona inteligente, rica y culta, no era ni es modelo de honestas costumbres, y que en el hogar —sea esto dicho sin ofensa de la cristiana caridad— no ha tenido nunca buenos ejemplos. Se puede ser rico y laborioso mercader; se puede gozar, como don Prudencio, de magnífica fama comercial; se puede tener el respeto que el dinero trae y lleva, y, sin embargo, no ser ni buen esposo ni buen padre de familia!
—¡Padre!
—Es la verdad hija mía; y, en casos como éste, debe decirse discretamente, para explicar las cosas... Pero, en fin, tu resolución es irrevocable... Irá esa niña a casa de Aguayo... Y tú quedarás tranquila.
Y allá fue dos días después.
¡Y qué guapa que era! ¡Qué exuberante juventud! ¡Qué grácil hermosura la de la pobre huérfana para quien desde muy temprano tuvo la vida rudezas de madrastra celosa, crueldades e inclemencias de enemigo sañudo!
Esbelta, donairosa, mórbida y siempre vibrante, con todos los fulgores del cielo en los ojos, todas las negruras de la noche en la crencha, en las mejillas rosas de abril, en los labios claveles granate y en la boca finísimas perlas; decidora y suelta de palabra, y graciosa y gentil, era Margarita una presea, un tesoro, diríamos, poniendo en cuenta lo hacendoso de la doncella, cualidad en que parecen ir sumadas casi todas las virtudes domésticas, en Margarita todas muy claras y resplandecientes, y sólo en ocasiones empañadas por cierta ligereza y cierto coquetismo incipientes, y una vehemencia de pasiones afectivas y un raro ardorcillo de alma que eran causa de miedo y desazón en Carlota, siempre que la núbil muchacha, en los arranques de su afecto, acaso de gratitud, y, sin duda alguna, de cariño purísimo, abrazaba y besuqueaba a los niños, sus «lindos hermanitos», como ella solía decir, y como ella no dejaba de repetirlo en frecuentes crisis de pasión, que eran precursoras de largos días de tedio, de profundas melancolías y de tenaces añoranzas.
Doña Carlota, al considerar todo esto, se decía:
—¿Cuál será el despertar de mis hijos, movidos por las efusiones impetuosas de esta criatura?
Esta pregunta, a la cual no daba satisfactoria respuesta el exiguo caletre de la prudente señora, determinó, como queda dicho, la separación de Margarita.
Volvió doña Carlota a su casa, y aprovechándose de la ausencia de los chicos, llamó a la doncella para comunicarle lo que tenía resuelto de acuerdo con el Cura.
—¿Qué mandaba usted? —dijo la joven.
—Siéntate allí, en ese sillón, frente a mí. Tengo que hablarte de un asunto muy serio.
La señora, que en el fondo era buena, sintió un nudo en la garganta. No sabía por dónde empezar. Por fin, habló dulcemente, con suma delicadeza, como si temiera ofender a la joven.
¿Qué dijo? ¿Cómo de insinuación en insinuación logró que la joven recibiera la terrible noticia?
La doncella, asustada, como si estuviera próximo a caer sobre su cabeza, convertido en menudos trozos, el techo que las cubría, preguntó:
—¿Por qué?
—Hija mía —respondió la dama—: ¡por motivos de conciencia!
Pronto comprendió la joven que la dulzura de la «señora» —así la nombraba— no era más que un velo ocultador de algo ofensivo y por extremo cruel. No replicó, no dijo nada en contra de la resolución que le habían comunicado; pero no pudo ocultar su emoción al saber a qué casa debía ir.
—¡No —exclamó, allá no!
Quedóse sorprendida doña Carlota, e iba a replicar, cuando Margarita, serena ya y resignada, agregó:
—Tiene usted razón; ¡allá, allá! ¡Sí, sí, con mucho gusto!
Y mientras la «señora» se retiraba ansiosa de poner término a tan temida y penosa escena, la infeliz huérfana se quedó pensando en la triste desolación de su vida, en el abandono de su alma, en la crueldad con que la apartaban de lo único que para ella tenía luz, flores y alegría, en aquel amor plácido y apacible de los niños, en quienes había puesto todas las ternuras y todas las energías de un corazón adolorido. Ella, ella tenía la culpa de cuanto le pasaba. ¿Por qué, por qué había puesto su cariño en aquellos «muchachos»?
Y en las arcanidades de su mente los llamaba con este nombre, y aún quería encontrar otro, otro más despreciativo. Pero la idea de despreciarlos le quemaba las sienes y bajaba hasta sus ojos en lágrimas que caían en su corazón como gotas de plomo derretido...
Oculto el rostro entre las manos, le parecía a Margarita ver a los niños de vuelta de la escuela: Paquito, cariñoso y amable; Eduardino, grave y atento, ambos con sus libros y sus pizarras bajo el brazo, ansiosos de llegar a la casa en busca de la acostumbrada merienda. La doncella creía verlos entrar; verlos cómo llegaban en busca de ella, para quien tenían mimos y caricias.
Recogió cuanto tenía, guardó todo en un baúl y se dispuso a salir.
—No urge —dijo la señora—, no urge, hija mía... mañana...
—¿Mañana? No, señora, ¡lo que ha de ser tarde que sea temprano!...
—Pero hija...
Y la joven insistió en irse, e insistió de tal manera, que doña Carlota le dijo:
—Bien... Te llevaré, pero sabe que el Sr. Aguayo tiene entendido que irías mañana.
—No; ¡jamás! —replicó—. No será eso motivo de gran disgusto para ese señor. Puede usted estar segura de que me recibirá muy cariñosamente!...
Estas palabras de la doncella parecieron extrañísimas a doña Carlota, pero no le causaron alarma.
—Vamos, hija mía... puesto que lo deseas. Un criado te llevará todo.
En el camino una y otra callaban. Doña Carlota presentía algo fatal. Margarita lloraba a mares, pero disimulaba su pena y enjugaba sus ojos furtivamente.
Casi al llegar a la casa de Aguayo la joven se detuvo... Doña Carlota pensó que Margarita no quería entrar, que repentino arrepentimiento la detenía; mas la joven enjugó sus lágrimas, y, sonriendo tristemente, dijo en tono irónico que para Doña Carlota pasó inadvertido:
—Señora: ¿cree usted que ese señor será bueno conmigo?
—Sí, hija mía. Es un hombre muy honrado... de lo más honorable... Así lo dicen todos, así me lo aseguró el señor Cura.
—¡Ah! Pues si así es... ¡mejor! eso más tengo que agradecer a usted. Ha sido usted como mi madre... Todo lo que soy y cuanto valgo a usted lo debo... Salgo de la casa de usted muy agradecida. ¡Es tan dulce la gratitud! A los niños les dirá usted... ¡No, nada! No les diga usted nada! Pero... que los quieran como yo, que los cuiden como yo los he cuidado.
Y entraron en la casa.
El Sr. Aguayo salía en aquellos momentos. Al verlas lanzó una exclamación jubilosa.
—¡Bien venidas! ¡Bien venida, Margarita! No esperaba yo verlas hoy... ¡Pasen ustedes!
...............
Tres días después recibió doña Carlota una carta brevísima que decía así:
«Me apartó usted de lo que más quería yo, de lo que más amaba, de lo que amo aún, de esos lindos niños, por quienes fui buena. ¡Dios se lo perdone a usted! Le acompaño esa carta para que se imponga de ella. ¡Es muy interesante!»
Su agradecida servidora.
Margarita
Doña Carlota desplegó el pliego, y leyó con ansiosa curiosidad lo que en él estaba escrito.
Era una declaración amorosa dirigida a Margarita por Aguayo. ¡Y qué declaración! La infamia y la lujuria la habían dictado.
La buena señora, asombrada, se cubrió el rostro, y exclamó para sí:
—¡Tenía razón el señor Cura! |