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Rafael Delgado

"El desertor"

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El desertor
 

I

Cerca de un cerrito boscoso, en lo alto de una loma está el rancho. Del otro lado de la hondonada, a la derecha, una selva impenetrable, secular, donde abundan faisanes, perdices y chachalacas. A la izquierda, profundísimo barranco. Una sima de obscuro fondo, en cuyos bordes despliegan sus penachos airosos los helechos arborescentes, mecen las heliconias sus brillantes hojas, y abre sus abanicos el ríspido huarumbo; un desbordamiento magnífico de enredaderas y trepadoras, una cascada de quiebra-platos, rojos, azules, blancos, amarillos-copas de dorada seda que la aurora llena de diamantes. En el punto más estrecho de la barranca, sobre el abismo, un grueso tronco sirve de puente.

Allá muy lejos, muy lejos, cañales y plantíos, los últimos bastiones de la Sierra, el cielo de la costa poblado de cúmulos, en el cual dibujan los galambaos cintas movibles, deltas voladoras. Más acá sombríos cafetales, platanares rumorosos, milpas susurrantes, grandes bosques de cedros, ceibas y yoloxóchiles, sonoros al soplo de las auras matutinas, musicales, armónicos. Allí zumban las chicharras ebrias de luz, y deja oír el carpintero laborioso, los golpes repetidos de su pico acerado.

Un manguero de esférica y gigantesca copa, toda reclamos y aleteos; a su pie dos casas de carrizo con piramidales techos de zacate: una, chica, que sirve de troje y de cocina; otra mayor, cómoda y amplia, donde vive la honrada familia del tío Juan.

Afuera canta el gallo, un gallo giro, muy pagado de la hermosura de sus cuarenta odaliscas; cloquean irascibles las cluecas aprisionadas; cacarean con maternal regocijo las ponedoras y pían los chiquitines de la última nidada veraniega. En el empedrado del portalón, Alí, el viejo y cariñoso Alí, sueña con su difunto amo, gruñe, y, de tiempo en tiempo, sacude la cola para espantarse las moscas.

En el horcón, en su estaca de hierro, un loro de cabeza jalde parlotea sin parar: «¡Lorito perro, perro!... ¿Eres casado?... ¡Já... já... já...! ¡Qué regalo!»

Los mancebos están en el campo, en la milpa, en el cafetal, en la dehesa. Las dos muchachas, Lucía, la de los ojos negros, y Mercedes, la del cuerpecito gentil, andan muy atareadas en la cocina. Humea el techo de la casa y huele el aire a leña verde que se quema, y el palmotear de la tortillera resuena alegre y brioso, como diciendo: ¡Venid, que ya es hora!

Señora Luisa trabaja en el portalón, sentada en un butaque, caladas las antiparras. Junto a ella duerme el gato, hila que te hila...

La desdichada mujer, antes tan fuerte y animosa, se siente ahora débil y cobarde. No han bastado a calmar su dolor tres largos años de llorar día y noche. Pasan las semanas y los meses, y ¡en vano! No puede olvidar a tío Juan, a su «pobre viejo», como ella le decía. Ni un instante aparta de la memoria aquella noche horrible, tempestuosa, sangrienta, en que, volviendo de la Villa, en la cuesta del Jobo, unos bandidos asesinaron al honrado labriego.

¿De qué sirve —piensa— que reine en esta casa la abundancia; de qué sirve que los cafetos se dobleguen al peso de los frutos y los maizales prometan pingüe cosecha, y la torada cause envidia a cuantos la ven? ¿De qué sirve todo esto, y qué vale, si quien debía gozar de ello, primero que nadie, quien trabajó tanto y tanto para conseguirlo, no vive ya?

La buena anciana prende la aguja en el percal, se quita los anteojos y enjuga sus mejillas con la punta de un gran pañuelo azul. Suspira, se santigua, y reza, quedito, muy quedito...

II

El desertor salió al campo con Antonio. El pobre hombre es trabajador y se desvive por ayudar a los muchachos, pagando así la hospitalidad que recibe. Cuida de las reses cuando los muchachos están en la Villa, raja leña, desgrana mazorcas y labra cucharas y molinillos. En la noche, después del rosario y de la cena, se pone a leer. Sabe leer y escribir muy bien. Señora Luisa lo quiere mucho. El desertor —así le llamaban todos— paga el cariño de la anciana leyéndole las vidas de los Santos, en un tomo del «Año Cristiano», muy viejo y comido de polilla.

De todos se oculta, temeroso de ser conocido y delatado a la autoridad. Pero allí está seguro, protegido por aquellas gentes tan nobles y sencillas, que le miran con lástima y le tratan como si fuera de la casa y de la familia. Lucía y Mercedes le sirven al pensamiento. Los muchachos le traen de la ciudad puros, cigarros y aguardiente catalán para que haga las once. Antonio le regaló una blusa de franela azul; Pedro, un pantalón nuevo; señora Luisa unas botas de vaqueta, porque el pobre hombre estaba casi descalzo.

Los muchachos le hallaron una mañana en el cafetal, dormido, cansado, enfermo, acaso muriéndose de hambre. Le despertaron, le montaron en el overo y le llevaron a la casa.

Él les cuenta cosas de guerra y batallas que entretienen y divierten a los muchachos; les refiere lances con los indios bárbaros y horrores de la «pronuncia» y de la «bola», que asustan a la viuda, la cual no puede comprender que los hombres se maten así, cuando los campos están pidiendo a gritos que vengan a cultivarlos, y ofreciendo pagar con creces el trabajo.

Dice el desertor que es de Sonora; que fue arrebatado de su casa, por la leva; que era feliz y dichoso al lado de su mujer y de sus hijos: una niña que apenas gateaba y un chiquitín muy vivo, que hacía ya unas planas tan lindas, que a poco iba a ganar a su maestro. Dice también que desertó, porque ya estaba cansado de aquella esclavitud y aburrido de servir en el Regimiento, y si llegan a descubrirle, le fusilarán sin remedio.

Cuando de esto se trata, señora Luisa muy conmovida, le tranquiliza, diciéndole que en el rancho está seguro; que le ocultarán, que nada le ha de faltar; que cuando quiera y le convenga irse, tendrá caballo y dinero para el viaje; no mucho, pero algo, lo que se pueda...

El infeliz, agradecido y con los ojos llenos de agua, promete ser útil a sus protectores.

 

III

Aún no vuelven del campo los mancebos. Señora Luisa sigue en su labor y las muchachas disponen el almuerzo. Óyense voces desconocidas en la vereda. Cinco hombres llegan armados con sendas carabinas. El Teniente de Justicia y los suyos.

—¡Alabo a Dios!

—¡Alabado sea! —murmura la viuda, dejando la obra—. ¡Adentro la gente!...

—Comadrita, buenos días... ¿cómo va de males? ¿Y las muchachas y Antonio y Pedro?

—Buenos, compadre... ¡con el favor de Dios!

—¿Y mi comadre, y el piltontli?

—¡Con salú, comadrita!

—Siéntate, jálate el banco... ¿Qué te trae por acá?

—¡Ay, comadre! ¡Cosas!

—¿Vienes a llevar a mis hijos?

—No...

—¡Como vienes tan armao y con tu patrulla!...

—No, comadrita... cosas de la tenencia.

—Pronto pixcarán los muchachos... y el día de la viuda van a tener fiesta... Traerás a todos para que se diviertan. Yo no quiero fandango, pero ¡qué se ha de hacer! ¡que se diviertan! ¡Están en sus años! ¡Sólo tu compadre no se divertirá! ¿Te acuerdas —agregó con ternura, lanzando un suspiro— cómo se divertía mi viejo, con sus años y todo? ¡Parecía un muchacho!

—Lo mesmo, comadrita; pero consuélese, que no se menea la hoja de la milpa sin la voluntad de Nuestro Señor! A nosotros no nos pertenece averiguar lo que es motivao a esas desgracias... ¡no más pedir por el alma del difunto!

El labriego pretendía consolar a la pobre anciana. Ésta, llorosa, prosiguió:

—¿Qué te trujo, Pablo?

—¡Ay, comadre! Una orden del Juez, ésta... —y sacó de la bolsa del pantalón un papel doblado en cuatro—. Esque acá tienen escondido un hombre!...

Señora Luisa se estremeció sorprendida.

—¿Un hombre?

—Sí, un hombre que es un criminal. Esque ustedes lo tienen escondido aquí... sin saber quién es... ¡que si lo supieran!...

—¿Pues quién es?

—Dicen... El Juez dice que es mañoso...

—A decirte lo cierto —replicó la anciana llena de susto, desechando un presentimiento horrible y dominando la emoción— a decir verdá, aquí tuvimos, aquí estuvo un probe desertor... Vino y nos pidió hospitalidá, y se la dimos... Ya sabes: Dios nos manda socorrer al hambriento y dar posada al peregrino... Pero el probecito ya se fué... ¡ya se fué! la otra semana, el día domingo. Así es que vinieron tarde... ¡Más vale! ¡Probes gentes! Las cogen de leva, después se desertan y luego los quieren fusilar...

—Sí, comadrita, muy verdá que es eso, pero el que estuvo aquí no es de esos, no es desertor como se les afigura... a ustedes.

—Pues entonces... ¿qué es?

—Yo, la verdá, comadrita, no quisiera decírselo, pero lo que es desertor... ¡no es! En el Juzgado me dijeron que era...

—¡Acaba, por María Santísima!

—Que es, vaya, pues uno de los que... uno de los que maltrataron a usté, comadrita, y de los que machetearon al probe de mi compadrito...

—¿De veras? —exclamó la anciana pálida como un cadáver. El Teniente hizo una señal afirmativa.

—¡No! No lo creas... serán calunias y falsos...

Así dijo la viuda aparentando serenidad, pero en sus ojos relampagueaba la venganza, y sin quererlo, dirigía iracundas miradas hacia el cafetal, donde a la sazón estaba el asesino.

—Sí, comadrita... Si ya los otros cayeron en poder de la Justicia, y cantaron, cantaron, cantaron toditito... De seguro que los afusilan!

—¡Pues si es, que sea! —replicó señora Luisa, levantando los hombros—. ¡Que sea! Ya está perdonado... ¡Gracias a María Santísima que ya se fué! Pero no lo creas; han de ser falsos testimonios... Ese hombre no tiene cara de asesino, compadre! ¡Si vieras, compadre! ¡Si vieras, cómo leía la vida de los santos!... Si tú quieres registra la casa... Si aquí estuviera, si estuviera aquí, yo misma te lo entregaba, sí, yo misma, para que pagara su delito. Eso es lo que merecen esos bribones... ¡que los cuelguen de un palo!

* * *

Fuese el Teniente seguido de sus compañeros. A poco llegaron los muchachos. El desertor, temeroso de ser descubierto o de que dieran con él, se había quedado oculto en el cafetal.

 

IV

La viuda y las muchachas hablaban en el portalón con Pedro y con Antonio, un campesino fornido y valiente. Traía un machete al cinto y escuchaba a la anciana con generoso interés.

—Pero, ¿quién lo denunció?

—¡Quién sabe. Sería el mayoral de Xochicuáhuitl...

—Pues entonces, señora madre —dijo el mancebo con aire resuelto y franco, echándose atrás el jarano—, que se vaya lueguito. Le daremos el overo. No, mejor el tordillo, ya está viejo, pero todavía anda bien... No hay más que meterle las espuelas... ¡ni eso! Con sólo hablarle, ni el polvo le ven a uno... Le daré mi pistola, y algo, aunque sea para los primeros días.

—Como tú quieras; lo que quieras, pero pronto!

—Entonces, tú, Pedro, te vas al otro lado de la barranca. Allá te lo despacho. Le das el caballo, con la silla vieja; le dices que todo se lo regalamos; que nos escriba para que sepamos de él; que no lo vayan a coger porque se la truenan! Tú, Lucía, recógele sus cosas y hazle la maleta con todo. Ponle veinte pesos y mi sarape. Pero así, prontito... Voy a traerlo para que se despida de ustedes...

—No, Antonio, ¡eso sí que no! No quiero verlo aquí! —replicó la anciana inquieta y sombría, en lucha con su conciencia.

—¿Por qué?

—¿Y si vuelve mi compadre?

—Tiene usté razón. Entonces de allí lo despacho.

 

V

Al volver Antonio, la viuda y sus hijas estaban en el portalón, esperando ver al fugitivo, cuando pasara por el estrecho y peligroso puente.

—¡Se va llorando! No quería, no quería... —contaba Antonio—. Me encargó muchas cosas para ustedes; que no se olviden de él; que él mandará una carta cuando llegue a su tierra; que si lo cogen y lo fusilan, que le rueguen a Dios por su alma!

—¡Pobre! —murmuraban las muchachas y lloriqueaban. Señora Luisa callaba. No pudo más, llamó aparte a su hijo, y díjole en voz baja:

—¿Sabes quién es ese hombre?

—¡No!

—¡Uno de los que mataron a tu padre!

La heroica mujer no dijo más y se cubrió el rostro con las manos.

Antonio entró rápidamente en la casa y salió a poco con un rifle.

En aquel instante el «desertor», con la maleta al hombro, iba llegando al puente. Antes de atravesarlo se volvió para saludar a los que le miraban desde la casa, y gritaba:

—¡Adiós! ¡Adiós!

Antonio preparó el rifle y apuntó.

Al ruido del arma, señora Luisa se dirigió hacia el vengador.

—No tires, hijo mío —gritaba la anciana con sublime energía—. ¡Dios te está mirando!

El joven bajó el rifle, le arrojó con desprecio, y quedó mudo, fija la vista en el suelo. Después, sin desplegar los labios, paso a pasito, se acercó a la viuda y la abrazó.

Lucía y Mercedes se miraban atónitas.

El desertor pasó el puente, subió la cuestecilla, y se perdió en la espesura.

El loro parloteaba en su estaca:

—«Já... já... já! ¡Qué regalo!»

 

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